El Papa Francisco consagró este año litúrgico a San José, con motivo del 150 aniversario de la declaración del santo como Patrono de la Iglesia Universal, realizada por el Papa Pio IX. En su carta apostólica, Patris Corde (Corazón de padre), Francisco analiza distintas facetas sobre el mayor santo de la cristiandad después de María y, entre otras cosas, nos recuerda que los santos “ayudan a todos los fieles a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”, para luego agregar que: “San José lo dijo a través de su elocuente silencio”. Y es así, ya que en los evangelios no encontramos ninguna palabra del santo, sino
sólo referencias a los sueños que tuvo o hechos en los que participó, según nos relatan san Mateo y san Lucas. Son pocos los datos que existen sobre él. Su nombre era Josef (“el que añade” o “que Dios añada”). No se sabe si fue hijo de Jacob (lo dice Mateo en la genealogía de Cristo) o de Helí (según Lucas), pero sí que era del linaje o de la casa de David, de allí que viajara a Belén para cumplir con el censo decretado por el emperador Augusto. Se supone que fue hermano de Cleofás o Clopas, el esposo de una de las seguidoras de Jesús (María la de Cleofás), que a su vez era padre de los primos del Señor a quienes a veces se los confunden como hermanos (“tu madre y tus hermanos están aquí”). José tenía el oficio de téjnon(artesano), pero la tradición lo fue convirtiendo únicamente en carpintero ya que
así se lo menciona en los evangelios de Mateo y de Marcos (“¿no es este el hijo del carpintero?”).
Un trabajador desposado con una virgen llamada María.
Ambos vivían en Nazaret. Ya se habían comprometido y de hecho eso implicaba ser esposos, pero todavía no se había realizado la ceremonia formal de la boda cuando ella recibió el anuncio del ángel Gabriel y quedó llena del Espíritu Santo. Es decir, quedó embarazada. Se nos dice que José era un varón justo y fiel cumplidor de la Ley. Por eso, al enterarse del embarazo de María sin tener él nada que ver en el asunto, tiene las dudas lógicas de cualquier hombre, pero no desea repudiarla públicamente por temor a que fuera lapidada por adúltera y
decide divorciarse en silencio. Tomada la decisión, recibe en sueños el anuncio del ángel que nos relata san Mateo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque el niño que se ha engendrado en ella es del Espíritu Santo. Y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados”.
Es un anuncio parecido al que había recibido María tiempo antes según el relato de san Lucas. En ambos casos, el ángel Gabriel, menciona
el “no temas”, el nombre de “Jesús” y la acción del “Espíritu Santo”. Ambos son
anuncios difíciles de creer racionalmente. “Pero nada hay imposible para Dios”.
A diferencia de María que responde al anuncio dando su sí verbalmente: “Que
se cumpla en mí según tu palabra”, José lo da en silencio. Pero su silencio no es
pasivo, sino que actúa en consecuencia. “Cuando José se despertó del sueño,
hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María como esposa.
Y sin haber tenido relaciones dio a luz un hijo, al cual llamó Jesús”. El fiat o sí de
José, es parecido al fiat de María, porque está inspirado en el mismo Espíritu
Santo. Esta “obediencia de fe” en José veremos luego cómo se repetirá al menos
tres veces más a raíz de los sueños: en la huida a Egipto para evitar la matanza
de Herodes (“toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que
te avise”); en el regreso a Israel tras la muerte de Herodes (“toma al niño y a su
madre y regresa a Israel”); y en la elección de Nazaret para vivir evitando la
posible persecución de Arquelao (“y avisado en sueños se retiró a la provincia
de Galilea”).
Claro que en Belén hay una fuerte confirmación a su silencio
obediente dado por la veneración de los pastores al recién nacido y la adoración
de los Magos; ratificadas luego por las palabras de Simeón y de Ana en el
Templo, cuando presentan el niño ante Dios. Es decir que, al silencio obediente
en la fe, le siguen signos que Dios le envía y que le confirman que se trata de
algo divino en lo que se lo invita a ser partícipe, aunque le cueste entenderlo
plenamente.
“Mis ojos han visto a tu Salvador”, dirá Simeón.
José, además, acepta convertirse en padre de Jesús, ya que los padres eran
quienes ponían el nombre a sus hijos. Y como tal, se hará cargo de nutrirlo y
educarlo hasta su muerte. Se dice siempre que José fue padre “putativo” de
Jesús, es decir, que era considerado como el padre, aunque no lo fuera
biológicamente, ni por adopción. El término proviene del latín “putativus”, que
quiere decir “considerado”. Y José, como padre, actuará en silencio, pero en
forma efectiva. Lo llevará a que sea circuncidado, lo presentará con su madre en
el Templo y lo salvará de las huestes de Herodes cambiando su condición
personal y familiar por la de un inmigrante o, si se quiere, un exilado en tierra
extranjera (Egipto).
Mientras Jesús va creciendo, José le trasladará todo su
conocimiento sobre la Ley, la vida y el oficio. “El niño crecía y se fortalecía en
sabiduría y gracia”, nos dice el texto evangélico. José, varón justo, lo instruye
desde su conocimiento humano sobre la Torá y la historia del pueblo de Israel.
Además, lo va formando para la vida, más allá de la condición divina de Jesús.
Por lo tanto, seguramente, muchos de los gestos y actitudes de Jesús, serán a
imitación de su padre terrenal, como ocurre con nuestros hijos.
Por último, le
enseña con pasión su oficio, para que el día de mañana pueda procurarse su
propio sustento. De alguna manera, las manos de Jesús aprenderán de las
manos de José, el arte de trabajar la madera y otros elementos utilizados en las
construcciones de la época. La fiesta del 1 de mayo que celebra a San José
Obrero hace honor a esa enseñanza en el trabajo y el esfuerzo que le da a Jesús.
Y eso fue lo que llevó a Pío XII a declararlo Patrono de los Trabajadores.
Cuando a los doce años, María y José, pierden a Jesús en el Templo, lo buscan,
se angustian y María se lo reprocha diciendo: “¿Por qué nos has hecho esto?
Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Jesús le responde: “¿No
sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?”. José, al escuchar esto,
no se ofenderá con Jesús ni los abandonará. Todo lo contrario. En silencio,
aceptará nuevamente que todo el asunto proviene de Dios, pero que él seguirá
siendo en la tierra el padre de Jesús.
Los historiadores suponen que José murió
antes de que Jesús iniciara su vida pública, ya que no está presente, por ejemplo,
en las bodas de Caná de Galilea. Su muerte fue tan silenciosa como su vida,
pero, seguramente, tomado de la mano del hijo de Dios y de María habrá sido
una muerte maravillosa y en paz. De allí que la tradición del pueblo de Dios lo
rescata como Patrono de la Buena Muerte.
El Papa Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Redemptoris Custos
(Custodio del Redentor) nos dice que: “el silencio de José posee una especial
elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida
en el juicio que de él da el evangelio: el justo”. Francisco, en la Carta mencionada
al comienzo de esta nota, nos invita a encontrar en José “al hombre que pasa
desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta, un intercesor,
un apoyo y un guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos
los que están aparentemente ocultos o en segunda línea, tienen un protagonismo
sin igual en la historia de la salvación”.
En los tiempos que vivimos, donde nos toca enfrentar problemas de salud y de
mucha muerte debido al COVID 19; de consecuente falta de trabajo,
desocupación y pobreza; sumado a la crisis de la familia y del sentido de la
fidelidad del amor que venimos arrastrando hace tiempo; el ejemplo de san José,
nos puede ser de suma utilidad para la reflexión imitando su silencio interior y
apertura a la escucha de la voluntad de Dios, así como el sentido de la verdadera
paternidad, que educa, forma y transmite conocimiento para la vida.