Dicen que es un niño de seis años.
Cruzó llorando la frontera entre Ucrania y Polonia. La imagen recorrió el mundo
entero, como la de aquella niña durante la guerra de Vietnam, que fue tapa de
la revista Time y corría desnuda por una ruta gritando y huyendo del fuego de
una bomba de napalm.
En YouTube se puede escuchar el
llanto del niño ucraniano, pero no quise poner aquí el link para buscarlo,
porque me da escalofríos tanta soledad y desconsuelo en busca de alguien que lo
abrace y le dé un poco de pan y de paz, que lo reciba con un sueño de
esperanza.
Ese niño también somos nosotros, los
que miramos cada día la crueldad de esta guerra desde algún lugar del mundo
frente a un televisor. Una guerra atroz, en la que no se respeta ni a un jardín
de infantes, ni a una maternidad, ni tampoco a un grupo de civiles haciendo
cola para conseguir alimentos. Los matan, sí los matan desde lejos con misiles,
sin siquiera mirar a quién disparan, ni quién será la próxima víctima. Total,
es la orden recibida y están tan lejos que no ven la cara de la muerte ni
pueden oler el rancio sabor a despedida.
Por eso también nosotros lloramos, porque
nos da bronca la humanidad mostrando su cara más insensible y atroz, pero
también lloramos por la desesperación de la distancia. ¿Qué podemos hacer por ellos
y por el niño desde acá? ¿Cómo llegar a tocar su fragilidad y consolarlo?
Esta guerra es una herida abierta en
Occidente. Sangramos todos, más allá de las ganas de acabar con Putin, que
amenaza con una guerra nuclear y sueña convertirse en el nuevo zar del mundo.
Pero no basta con semejante ambición, pues la condena ya la tiene puesta en sus
ojos claros, en su mirada gélida y asesina que se niega a ver lo que están haciendo
sus emisarios, con mujeres, ancianos y niños inocentes. Creo que Putin caerá en
el abismo de sus nefastas ideas y mentiras y, probablemente, no tendrá
salvación de Dios, ni en su propio infierno verá más el sol. Será como un Judas
que se condene a sí mismo por treinta monedas bajo las ramas de un sicomoro.
Pero ese niño y los ancianos huyendo
de su tierra natal, cargando un pequeño bolso, rescatando un pedacito de
dignidad, son los santos modernos que pueden iluminar hoy el buen camino que
han perdido los poderosos amantes de la vanidad y la soberbia, los que viven
encerrados en el egoísmo de la ambición desmedida que no encuentra límites, ni
siquiera en el llanto de un niño que camina solo hacia lo desconocido.
El niño ucraniano tiene frío y nos
hace sentir el mismo frío con su llanto. Seguramente esté cansado, tenga mucha
hambre y confusión. Es que las bombas siguen estallando a sus espaldas. Cada
día de esta guerra que se estira. Cada hora que pasa con el sonar acuciante de
las sirenas. Cada minuto que marca los corazones agitados por el miedo. Cada
segundo amargo que seca la garganta y la llena de áspero dolor.
El niño da otro paso y nosotros lo
hacemos con él. ¡Vamos niño, sigue andando! Aunque no sepas bien lo que te
espera en esa tierra extranjera que te recibe con los brazos abiertos y un
plato de sopa caliente. Vamos, sigue andando y no mires para atrás, porque lo
de atrás se ha convertido en un campo de batalla donde los que matan desde
lejos se han de convertir pronto en estatuas de sal, porque los que matan desde
lejos quedarán cubiertos con la mancha indeleble de la grave injusticia
cometida.
Querido niño ucraniano, no sé tu
nombre, pero quiero decirte que te amo, como muchos amaron a esa niña
vietnamita, llamada Kim Phuc y que hoy vive en Canadá. Esa niña que también
huyó de la guerra como vos.
Querido niño, no sé tu nombre, pero
te prometo salir a la calle en Buenos Aires y buscar algún niño que esté solo, abrazarlo,
mimarlo, hacerlo reír y contarle de vos, del niño ucraniano que cruzó la
frontera llorando buscando la libertad. Tal vez, entre ambos, te pongamos un
nombre que te haga feliz en la distancia hasta que encuentres a tu madre y se
besen sin parar.