Diálogo. ¿Qué cosa es el diálogo?
Hay cientos de definiciones. Pero tomemos una sencilla de un
diccionario cualquiera. “Charla entre dos o más personas, que
alternativamente manifiestan ideas o afectos”. Así de simple. Pero,
¿qué difícil resulta dialogar con los hijos, sobre todo si estos son
adolescentes o jóvenes en camino a la madurez? Una de las trabas
principales es la escasez de tiempo para hacerlo. No tenemos tiempo y
ellos tampoco. “El fin de semana hablaré con María, con Juan, con
Pedro. Lo prometo. Juro que esta vez lo haré”. Y el momento nunca
llega, porque las preocupaciones de padres e hijos son muchas y cuando
existe un espacio libre están la televisión, los Diarios, navegar por
Internet, los amigos, los estudios, la siesta que uno tanto necesita,
tareas pendientes del trabajo, el novio o la novia de ellos, o vaya uno
a saber qué. Pero en vez de preocuparnos, deberíamos ocuparnos. ¿Cómo
hacerlo? Entre otras cosas, aprendiendo a manejar el tiempo y evitando
que este nos lleve por delante. El concedernos el tiempo necesario para
entablar el diálogo es uno de los elementos fundamentales para que
este sea posible. Tiempo que, sumado entre otras cosas a la
predisposición para hacerlo, la apertura de corazón, la necesaria
escucha, el discernimiento, el buen consejo y la corrección fraterna,
junto al encuentro de un espacio físico para que tenga lugar, nos
asegurarán buenos frutos.
Y esto de
darnos tiempo, no es cosa fácil, sobretodo para el hombre urbano que
vive apurado, con la premura por llegar al éxito, al poder o a la fama,
o, sin ir tan lejos, a cubrir sus necesidades básicas o ficticias para
poder vivir. No sabemos bien la razón, pero el tiempo nos exige, nos
empuja, nos pasa por encima y termina devorándonos. Máxime en
Occidente, donde lo medimos cuantitativamente, como a cuentas que
indefectiblemente perdemos o a páginas irrecuperables de un libro. Y
así, el tiempo presente se consume vertiginosamente, atrapado entre las
huellas de un pasado que nos grita lo que no pudimos hacer y las
ansias por conocer lo que puede llegar a sucedernos en el futuro.
“El tiempo
vuela”. “El tiempo es oro”. Tantas veces hemos escuchado decir esto. Y
siempre hay mucha verdad en los dichos populares. Pero si el oro es el
tradicional símbolo de la riqueza, ¿qué mayor riqueza que entregar
parte de nuestro tiempo al diálogo con nuestros hijos? Porque, como el
tiempo vuela, cuando queramos darnos cuenta, ellos ya no estarán más a
nuestro lado o, si lo están, quizás sea imposible volver a dialogar.
Nosotros, los adultos, somos los que debemos tomar la iniciativa dando
el primer paso. No sólo porque precisamos recibir afecto y conocer como
evolucionan las ideas de nuestros hijos, sino, porque ellos lo
necesitan más aún que nosotros. Pues la vorágine del tiempo en que
vivimos también atrapa a los jóvenes y los desorienta.
Miedo al
futuro laboral. Temor a las obligaciones. Pánico por asumir compromisos.
Desmoronamiento de la escala de valores. Indiferencia. Incertidumbre.
Escepticismo. Y tantas cosas más que podríamos decir acerca del
escenario en que ellos se ven sumergidos en los albores de este nuevo
siglo. Ante semejante panorama, si los jóvenes están privados de
diálogo en el seno del hogar, ¿a quién pueden recurrir en busca de
consejos o de límites? Lamentablemente, muchas veces el único remedio
que encuentran es escapar de la realidad con espejismos o sumergiéndose
en el autismo del engranaje consumista y cibernético, mientras
nosotros, los adultos, nos quejamos de que esto suceda. “Pero si me
rompí el lomo por ellos. Todo lo hice por mis hijos. ¿Cómo es posible?”
El secreto, quizás, consista en comenzar a
medir el tiempo de otra forma, como lo hacían y todavía lo hacen otras
civilizaciones. Ya no cuantitativa, sino cualitativamente. Es decir,
por el significado vital de cada momento que vivimos. Por el valor
profundo de las circunstancias. “Hoy lloré con María. Me reí con Juan.
Tomé un café con Pedro”. Frases que podrían reemplazar a las primeras y
que permanecerán grabadas en el corazón de los sujetos del diálogo.
Porque lo que tiene significado, no se pierde ni se vuela. Lo vital es
lo valioso, lo que nos dignifica como personas, por encima del tiempo y
de nuestros logros o fracasos personales. Y nada más vital que nuestra
propia trascendencia en otras vidas, como son y serán siempre nuestros
hijos.
En esto, algo
podemos aprender de la naturaleza y de sus ciclos, por cierto mucho más
pausados que los de un reloj despertador o un cronómetro de
velocidades. El cambio de estaciones, los movimientos del sol, de la
luna y las estrellas, el ritmo de las mareas, la evolución de los
cultivos, la renovación misma de la tierra, sin duda tienen otro ritmo.
Midiendo el tiempo de otro modo, podremos, a semejanza de ella,
aprender a manejarlo y darnos un espacio para el diálogo en el hogar
sin descuidar el ejercicio de nuestras propias actividades.
Me parece
interesante terminar esta pequeña reflexión, parafraseando al
Eclesiastés: “Hay un momento para todo y un tiempo para cada acción
bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo
para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado...un tiempo para
llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo
para danzar...un tiempo para abrazar y un tiempo para abstenerse de los
abrazos...un tiempo para callar y un tiempo para hablar...” ¡Qué bueno
sería tomar conciencia de que hoy es el tiempo para dialogar con
nuestros hijos!