Me han pedido que escriba algo para
la revista de los ex Alumnos del Champagnat. Pregunté sobre qué. Me
contestaron que tenía libertad mientras el artículo no superara cierto
tamaño. Dada la respuesta, pensé: por qué no escribir algo,
precisamente, sobre la libertad.
De chico
aprendí en la catequesis familiar y escolar que lo que le daba sentido a
nuestra existencia y nos hacía personas, era el libre albedrío con el
que Dios había concebido la Creación. Libre albedrío que nos permitía
optar entre el bien y el mal. Es decir, la libertad entendida como
opción de hacer o no hacer.
Más tarde, me explicaron en casa y en las
clases de educación cívica de que mi libertad terminaba donde empezaba
la del vecino y que debía respetar esta regla para que fuera posible la
convivencia; luego, me hablaron de las libertades cívicas que
consagraba nuestra Constitución nacional entre las que, lamentablemente,
no se incluía el sufragio libre.
Posteriormente, en los revolucionados claustros universitarios de los setenta, me dijeron
que el liberalismo era una corriente del
pensamiento económico injusto y que solamente el totalitarismo del
Estado podía librar a las naciones de su dependencia y transformar al
hombre. Incluso, en esos tiempos, oí que Cristo había venido a
liberarnos mediante la revolución armada para instalar su Reino aquí en
la tierra y no, como se creía hasta entonces, a través de la verdad.
Entre medio,
escuché decir que hacer tal o cual cosa, cuando iba en contra de la
moral y las buenas costumbres, era caer en el libertinaje.
Pero lo cierto
es que, desde mis años mozos, cuando la poesía comenzó a hacer de las
suyas en mi corazón y la rebeldía propia de la juventud asomó su
rostro, asocié la libertad con el vuelo de los pájaros, el galope del
caballo o las velas tendidas al viento de las embarcaciones, como si
aquellas imágenes representaran la ruptura con las estructuras
familiares y sociales, para optar por otro fenómeno de la época que
definía la libertad como: "peace and love". Volar. Correr. Navegar.
Salir. Irse. Fugarse. Escapar de la celda interior en busca de
respuestas...
Con el correr
de la vida las ideas fueron cambiando: supe que los barcos atracaban en
los puertos para reaprovisionarse, que los caballos se detenían a
procrear y que las aves hacían nido para empollar sus crías; aprendí
que a los hijos había que darles libertad pero dentro de ciertos
límites; que los padres debíamos asumir una libertad o paternidad
responsable; que en la sociedad el orden no podía establecerse a costa
de conculcar derechos y libertades, pero que el caos también terminaba
arrasando con todas ellas; que la libertad económica era vital para
darle cabida a la creatividad, pero que era necesario encuadrar a los
monopolios dentro de ciertas reglas; que para andar en verdad era
necesaria una cierta dosis de humildad, despojo y coraje.
Hoy, ya pasados los cincuenta, distingo, sobre todo, dos caras de la libertad.
Por un lado, el amor, que es la sublimación de
la misma, por el otro, el odio, que es su pauperización.
Amor, que transforma la libertad en liberación;
odio, que la condena a lo que llamo libertismo. Amor, que devuelve al
hombre al punto donde el albedrío se funde con el acto creador y uno se
vuelve imagen de Dios. Amor, que entonces no necesita huir, ni
esconderse, sino que se muestra orgulloso de intentar el compromiso, la
entrega, el compartir, el darse al otro para que el otro sea, el
donarse por un bien mayor.
Odio, que
traducido de diversas formas en rencor, resentimiento, desprecio por la
vida y por la muerte, violación de la naturaleza, laceración de la
familia nuclear, intento de clonación del espíritu y tantos ejemplos
que podrían citarse, sacude con terror la libertad y la convierte en
libertismo, donde el ismo se vuelve un extremo y no une a la humanidad
como el istmo, sino que la separa en el delirio de la falsa libertad.
Libertad que
entonces queda mutilada y condenada a transitar por los caminos
racionales y escépticos, donde el ave vuela únicamente hacia el punto
del horizonte que le marca el hombre, el caballo cuando se detiene no
se aparea por temor a trascender en más vida y las velas permanecen
arriadas mientras la embarcación gira como un trompo sobre el vacío
interior.
Lo que más
lamento de todo, es que a veces el libertismo confunde a muchos y les
hace suponer que en ese extremo se está mejor y que el hombre es más
libre aunque deje de lado el amor.