El reciente conflicto entablado
entre: los extremistas de la libertad, que no tienen en cuenta los
derechos ajenos ni atienden cuestiones de respeto ni de dignidad, y los
fundamentalistas religiosos, que repiten que Dios es grande y llaman a
matar en su defensa, olvidando que también es Misericordioso y
Compasivo, se llevó consigo, además de otros hechos violentos
producidos por la publicación de las caricaturas de Mahoma, la vida de
un sacerdote católico. Se trata del padre Andrea Santoro, asesinado en
la localidad de Trabzon (Turquía), el pasado 5 de febrero.
Quince días
antes de ser asesinado había escrito, a sus amigos y colaboradores de
Roma, una extensa misiva que fue publicada al mes de su muerte por el
periódico católico “Avvenire” y reproducida por la agencia de noticias
“Zenit”, la que terminaba con las siguientes palabras:
“...En este
corazón a la vez «luminoso», «único» y «enfermo» de Oriente Medio es
necesario entrar: de puntillas, con humildad, pero también con valor.
La claridad va unida a la bondad. La ventaja de nosotros, cristianos,
al creer en un Dios inerme, en un Cristo que invita a amar a los
enemigos, a servir para ser «señores» de la casa, a hacerse el último
para ser el primero, en un Evangelio que prohíbe el odio, la ira, el
juicio, el dominio, en un Dios que se hace cordero y se deja golpear
para matar el orgullo y el odio en sí, en un Dios que atrae con el amor
y no domina con el poder, es una ventaja que no hay que perder. Es una
«ventaja» que puede parecer «desventajosa» y perdedora, y lo es a los
ojos del mundo, pero es victoriosa a los ojos de Dios y capaz de
conquistar el corazón del mundo. Decía San Juan Crisóstomo: Cristo
apacienta corderos, no lobos. Si nos hacemos corderos venceremos, si
nos hacemos lobos perderemos. No es fácil, como tampoco lo es la cruz
de Cristo siempre tentada por la fascinación de la espada. ¿Habrá quien
quiera regalar al mundo la presencia de «este» Cristo? ¿Habrá quien
quiera estar presente en este mundo de Oriente Medio sencillamente como
«cristiano», «sal» en la comida, «levadura» en la masa, «luz» en la
estancia, «ventana» entre muros levantados, «puente» entre orillas
opuestas, «ofrecimiento» de reconciliación? Hay muchos, pero se
necesitan muchos más. La mía es una invitación además de una reflexión.
¡Vengan!
Los dejo
dándoles las gracias por la acogida en las tres semanas transcurridas en
Roma. Deseo dar las gracias en particular a muchos párrocos romanos y
responsables de varias realidades estudiantiles que me han invitado a
tener encuentros o testimonios. Doy gracias a Dios por cuantos han
abierto su corazón. Pero que esté aún más abierto y sea aún más
valiente. Que la mente esté abierta a entender, el alma a amar, la
voluntad a decir «sí» a la llamada. Abiertos también cuando el Señor
nos guía por senderos de dolor y nos hace saborear más la estepa que
las briznas de hierba. El dolor vivido con abandono y la estepa
atravesada con amor se convierte en cátedra de sabiduría, fuente de
riqueza, seno de fecundidad. Estaremos en contacto. Unidos en la
oración los saludo con afecto...”
Estas palabras
del padre Andrea Santoro, escritas a sus amigos de Roma el 22 enero de
2006, parecían preanunciar su muerte, que sobrevendría unos días
después, mientras rezaba arrodillado en su iglesia de Santa María de
Kilsesi, en la localidad de Trabzon, junto al mar Negro.
Aproximadamente a las 15:30 horas, luego de haber celebrado la misa
dominical, recibió dos disparos fulminantes. Según testigos de los
hechos (una colaboradora y un feligrés) alguien le disparó gritando “Alá
Akbar” (Dios es Grande). Dos días después, la policía atrapó a Ouzan
Akdil, un joven de 16 años, quien reconoció haber actuado movido por la
rabia que le produjo la publicación en la prensa occidental de las
caricaturas de Mahoma. Aunque las autoridades turcas no descartan otros
móviles, se supo que el joven podría estar vinculado a los “Lobos
grises”, el grupo radical islámico al que pertenecía Alí Agca, quien
atentó contra el difunto Juan Pablo II en 1981.
El padre
Andrea Santoro tenía sesenta años (treinta y cinco como sacerdote),
residía en Turquía desde el año 2000 como misionero enviado por la
diócesis de Roma y trabajaba en el diálogo interreligioso. Aquel
domingo 5 de febrero, el calendario litúrgico mandaba leer el evangelio
de Marcos (Mc. 1,29-39), que menciona aquellas palabras de Jesús que
el padre Andrea había hecho carne: “Vamos a otra parte, a los pueblos
vecinos, a predicar también allí, pues para eso he salido”.
El testimonio
de este nuevo mártir debiera servirnos como reflexión a todos, para que
el preanunciado choque de las civilizaciones del que hablara Samuel P.
Huntington hace ya varios años, Inshalá (“Si Dios quiere”) no nos
termine arrastrando a un callejón sin salida.
El Papa
Bendicto XVI, quien tiene planeado este año un viaje a Turquía,
refiriéndose a la muerte del padre Andrea, dijo: “que la sangre
derramada sea semilla de esperanza para construir una auténtica
fraternidad entre los pueblos”. Nos unimos a esa oración.