Como nos dijera Joaquín Navarro
Vals, a quienes tuvimos la suerte de estar acreditados en el Centro de
Prensa del Hotel Sofitel de Cracovia, más allá de las connotaciones
emotivas que podía tener el octavo viaje del Santo Padre a Polonia, el
motivo fundamental era anunciar una verdad meta-histórica a toda la
humanidad: “Dios es misericordioso y nosotros debemos actuar con
misericordia con nuestros semejantes”.
Según el vocero del Vaticano, este debía ser
considerado como un hito histórico en su pontificado, con profundas
implicancias en el futuro de la pastoral, ya que la Iglesia en su
catequesis debe recordar especialmente a los fieles este atributo
divino de la Misericordia. Dijo además que, teniendo en cuenta que
buena parte del mundo no es católico, esta verdad o principio de la
Misericordia, tal vez pueda servir de inspiración a las relaciones
internacionales y sentar las bases de una nueva antropología cultural.
Así fue como, más allá de la visita al
cementerio de Rokowice, en donde están sepultados sus padres, y a la
catedral de Wawel, donde el Papa fue ordenado sacerdote y ejerció su
obispado, las tres celebraciones litúrgicas y públicas de su viaje
apostólico, estuvieron centradas en el tema de la Misericordia de Dios,
que ya había sido tratado en la segunda encíclica de su papado, Dives
in Misericordia (1980). No obstante lo cual, durante cada una de las
celebraciones que se realizaron en o los alrededores de la preciosa
ciudad de Cracovia (vale la pena conocerla por su belleza), Juan Pablo
II se encargó de entablar un diálogo de corazón con su pueblo, que
tanto ha sufrido a lo largo de la historia.
En la primera
de ellas, ante miles de peregrinos ubicados alrededor de la flamante
basílica dedicada a la Divina Misericordia, y bajo un radiante sol
que hizo olvidar las tremendas lluvias e inundaciones que asolaban los
países vecinos, el papamóvil llegó acompañado por el fervoroso canto
del pueblo que repetía: “Abba, ojce” (Padre, papá), llenando el aire de
emocionado reencuentro con el hijo predilecto de Polonia.
Con las palabras de santa María Faustina
Kowalska: “¡Jesús, en vos confío!”, su Santidad comenzó la homilía de
la misa que celebró para inaugurar la nueva iglesia, sobre la pequeña
colina de Lagiewniki (en los suburbios de Cracovia, junto al convento
donde muriera, en 1938, la santa vidente del Jesús Misericordioso).
“Este anuncio de la fe en el amor omnipotente
de Dios, es muy necesario en los tiempos que vivimos, en los que el
hombre se enfrenta con múltiples manifestaciones del mal”, dijo el
Papa, con la voz entrecortada por las conocidas dificultades que
últimamente padece al respirar. “La invocación a la misericordia de
Dios, debe venir desde lo más profundo de los corazones llenos de
sufrimiento, temor e incertidumbre pero, al mismo tiempo, cercados por
la fuente infalible de la esperanza”.
Mientras afuera de la basílica se agitaban las
banderas del Vaticano, de Polonia y de Cracovia (esta última, celeste y
blanca, haciendo que yo recordara con nostalgia la Argentina), dentro
del templo seguían con recogimiento sus palabras, al término de las
cuales, previa consagración del altar, se encenderían las luces por
primera vez.
“Padre Eterno,
te ofrezco el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad de tu preciado
Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, por nuestros pecados y los de toda la
humanidad; por los sufrimientos de su Pasión, ten misericordia de
nosotros y del mundo entero”, agregó su Santidad repitiendo una oración
del Diario de sor Faustina, a quien él mismo elevó al honor de los
altares (fue santificada en 2000). El Papa finalizó la homilía diciendo
que sería muy bueno que el mensaje del amor misericordioso de Dios
propagado por la santa, se expandiera por todo el mundo.
Al término de
la misa, rememoró el camino ubicado junto al Santuario, señalando que
durante el período de la ocupación alemana, pasaba por allí todos los
días camino a la fábrica de solvay donde trabajaba. Dijo que en aquella
época lo recorría usando zapatos de madera (los únicos que se podían
conseguir entonces) y que jamás hubiera imaginado que muchos años
después estaría en el mismo lugar consagrando una basílica. Esta
anécdota desató la ovación general, cerrando con un broche de festiva
alegría el encuentro y pude imaginar que se fundían los rayos rojos y
blancos saliendo del corazón de la imagen del Jesús Misericordioso
(simbolizando la sangre y el agua del costado abierto en el Calvario),
con el de las dos coronas que viera San Maximiliano Kolbe (otro santo
de esta tierra que ofreció su vida por el prójimo) y los de la propia
bandera polaca.
Al día
siguiente, en el parque Blonia de la ciudad, ante una multitud que
superó todas las previsiones (los organizadores calcularon cerca de
tres millones de personas en el parque y sus alrededores), todo pareció
increíblemente lleno de gracia, desde el comportamiento de la
multitud, a la belleza del lugar y del día, desde las primeras palabras
del Santo Padre hasta las últimas, cargadas en todo momento de
profundidad y visible emoción.
El Papa,
mientras era transportado hacia lo alto del altar morado, cuyas
escalinatas fueron cubiertas con miles de flores blancas y amarillas,
fue recibido con el canto “Gaude Mater Polonia”, que data de los
tiempos de San Estanislao y hace una relación alegórica entre la Madre
Patria y la Madre de Dios. Al comienzo de la misa, distintos
dignatarios de la iglesia polaca, leyeron una síntesis de la vida de
los tres sacerdotes y la religiosa que serían beatificados por Juan
Pablo II durante la celebración.
El Papa
comenzó su homilía con la cita evangélica: “Este es mi mandamiento, que
se amen unos a otros como yo los he amado” (Juan 15:2). Para continuar
diciendo: “Dios es rico en misericordia”. Luego, parafraseando a San
Juan, agregó: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos”.
“Esta es la manera como Dios nos ama, la manera en que Dios nos muestra
su misericordia. Cuando reconocemos esta verdad, nos damos cuenta que
Cristo nos invita a amar a los otros como Él nos amó”, continuó
diciendo el Papa mientras el cielo parecía querer cubrirse de nubes.
“En cierta manera, estamos llamados a convertir nuestras vidas en una
ofrenda cotidiana, siendo misericordiosos con nuestros hermanos y
hermanas”.
“Desde el
comienzo de su existencia, la Iglesia, contemplando el misterio de la
Cruz y de la Resurrección, ha predicado la misericordia de Dios, medio
de esperanza y recurso para la salvación del hombre. No obstante,
pareciera que hoy más que nunca resulta necesario el llamado a
proclamar este mensaje ante el mundo. No podemos descuidar esta misión,
ya que es el llamado del mismo Dios a través del testimonio de
Faustina”, apuntó Juan Pablo II, aludiendo a las revelaciones privadas
que tuviera la santa, mientras el cielo volvió a despejarse sobre la
multitud que en silencio lo escuchaba.
“Dios ha
elegido este tiempo para ese propósito. Quizás, porque el siglo XX, a
pesar de los indiscutibles éxitos en muchos campos, ha sido marcado
especialmente por el misterio de la iniquidad”, dijo entrando en un
punto crucial de su mensaje. “Frecuentemente el hombre vive como si
Dios no existiera, e incluso se coloca él mismo en el lugar de Dios.
Reclama para sí el derecho del Creador de interferir en el misterio de
la vida humana. Trata de manipular la vida a través de la genética y de
establecer límites a la muerte. Rechazando la ley divina y los
principios morales, atenta abiertamente contra la familia. Así, de
variadas formas intenta silenciar la voz de Dios en el corazón del
hombre, tratando de convertir a Dios en el gran ausente de la cultura y
la conciencia de la gente. El ‘misterio de la iniquidad’ continúa
marcando la realidad del mundo. Experimentando este particular
misterio, el hombre vive con temor al futuro, al vacío, a la
aniquilación y el sufrimiento. Tal vez, por esta razón, es que Cristo,
utilizando el testimonio de una simple religiosa, se hizo presente en
nuestro tiempo para indicarnos claramente que la fuente de la fe y la
esperanza se encuentra en la eterna misericordia de Dios”.
“Este mensaje
del amor misericordioso debe resonar con todo vigor nuevamente. El mundo
necesita este amor. Ha llegado la hora de llevar el mensaje de Cristo a
todos: a los dirigentes y a los oprimidos, a todos aquellos cuya
humanidad parece perdida en el misterio de la iniquidad (mysterium
iniquitatis). El mensaje de la Divina Misericordia es capaz de llenar
los corazones de esperanza y pasar a convertirse en el fundamento de la
nueva civilización: la civilización del amor”, dijo el Papa
finalizando esta parte de la homilía para dar paso a la mención de las
principales obras y carismas de los religiosos que serían beatificados.
El Santo Padre dio por finalizada la misma
refiriéndose a lo que había dicho en el mismo lugar en 1979: “Hermanos y
hermanas, hoy les repito la misma invitación. Ábranse al mayor regalo
de Dios, su Amor, que a través de la Cruz de Cristo ha revelado al
mundo su infinita misericordia”. “Hoy les digo a todos: Nunca, nunca
separen la ‘causa del hombre’ del amor de Dios. Ayuden a los hombres y
mujeres de la modernidad a experimentar el amor misericordioso de Dios.
Este amor, en su fogoso esplendor, salvará a la humanidad”.
Luego de la misa, y antes de rezar el Angelus,
les repitió a los jóvenes congregados en el lugar algunos de los
conceptos y experiencias del reciente encuentro Mundial de la Juventud
en Toronto, Canadá, mencionando entre otras cosas: “Hoy vuelvo sobre
aquella experiencia, teniendo en cuenta el mensaje de la Divina
Misericordia. A través de sor Faustina, Dios ha confiado este mensaje a
ustedes, para que por medio de esta luz puedan comprender mejor el
significado de ser pobres de espíritu, de ser misericordiosos, de ser
hacedores de la paz, de tener hambre y sed de justicia, y finalmente,
de sufrir persecución por causa del nombre de Jesús”.
Por último, el
tercer día, la cita fue en el Santuario de Nuestra Señora del Calvario,
a unos 45 kilómetros de Cracovia. Después de una media hora de viaje,
por un camino verde y sinuoso entre suaves colinas, llegamos al
Santuario del Calvario (Kalwaria Zebrzydowska), lugar que, como dijera
el Santo Padre en su homilía, fue construido a principios del siglo
XVII por el dueño de estas tierras, Mikolaj Zebrzydowski, tratando de
imitar la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén y las estaciones del
Gólgota.
Por el camino, con una colega mejicana,
veníamos hablando de que el Papa, continuaría con el mensaje de la
Misericordia, pero esta vez lo haría en referencia a María, ya que el
Santuario estaba dedicado a ella. (Cuentan que a este lugar solía venir
Karol Wojtyla con su familia y que, luego de la muerte de su madre,
fue traído por su papá, para rezar por ella ante la Virgen).
El pueblo
polaco, como a lo largo de estas tres jornadas históricas acompañó al
Pontífice quien, pese a todas las especulaciones, mantuvo la fortaleza
por encima de sus debilidades físicas, como lo había hecho
recientemente en su larga gira por América donde, entre otras cosas,
santificó a Juan Diego, el vidente de Guadalupe.
Antes dar
comienzo a la santa misa, su Santidad se detuvo a rezar en la capilla
donde se encuentra el icono de la Virgen coronada y revestida. El
Papa, sentado frente a su Breviario, oró durante casi veinte minutos,
quizá, dejando volar su imaginación hacia el pasado. El valor que le da
al silencio y la contemplación quedó bien marcado por este momento de
privacidad que, gracias a la televisión, pudimos compartir.
Y su homilía estuvo, como esperábamos, referida
a María. “¡Salve, Reina, Madre de Misericordia, vida, dulzura y
esperanza nuestra!, exclamó al comenzar. “Hoy vengo a este Santuario
como un peregrino, como solía venir cuando era niño y de joven. Vengo a
visitar a Nuestra Señora del Calvario como lo hacía como Obispo de
Cracovia para confiarle todos los problemas de la Arquidiócesis y los
de todos aquellos que Dios había confiado a mi cuidado pastoral. Vengo
aquí y hoy, como entonces, repito: Salve, Salve, Reina, Madre de
Misericordia”.
“¿Cuántas
veces he visto que la Madre del hijo de Dios volvió sus ojos
misericordiosos ante las preocupaciones de los afligidos y obtuvo para
ellos la gracia de resolver sus difíciles problemas y, ellos, en su
debilidad, comprendieron el poder y la fuerza de la Divina Providencia?
¿No ha sido esta la experiencia de generaciones de peregrinos que han
venido aquí a lo largo de cientos de años? Este lugar, de manera
admirable, ayuda al corazón y a la mente a penetrar el vínculo
misterioso de amor que unió el sufrimiento del Salvador con el
co-sufrimiento de su Madre. En el centro de este vínculo misterioso de
amor, todos los que vienen aquí se redescubren a sí mismos, sus propias
vidas, su existencia diaria, sus debilidades y, al mismo tiempo,
redescubren el poder de la fe y la esperanza: ese poder que surge del
convencimiento que la Madre no abandonará a sus hijos en los momentos
de dificultad y tribulación, sino que los conducirá hasta su Hijo y los
confiará a su Misericordia”, señalaba el Santo Padre, mientras afuera
del templo, la banda musical vestida de rojo y negro, bajo una larga
bandera polaca que caía de lo alto, sostenía clarines y trompetas que
brillaban a la luz de un sol espléndido.
“Paradas junto
a la Cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María,
la mujer de Cleofás y María Magdalena” (Jn 19:25), continuó diciendo
Juan Pablo II. “Ella, que estaba ligada al Hijo de Dios por el vínculo
de la sangre y el amor materno, allí, al pie de la Cruz, experimentó
esta unión en el sufrimiento. Ella, sola, a pesar de la pena de su
corazón materno, sabía que aquel sufrimiento tenía un sentido. Ella
tenía fe que se estaba cumpliendo la antigua promesa: ‘Yo pongo
enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; ella te
aplastará la cabeza y tú acecharás su calcañar’(Gen 3:15). Y su fe y su
confianza fueron confirmadas cuando su Hijo agonizante se dirigió a
ella diciéndole: Mujer”.
“¿En ese
momento, al pie de la Cruz, podía esperar que en poco tiempo, tan solo
en tres días, la promesa de Dios sería cumplida? Esto permanecerá para
siempre como un secreto de su corazón. No obstante, sabemos una cosa:
ella, la primera entre todos los mortales, coparticipó de la Gloria de
su Hijo Resucitado. Ella, como confesamos y profesamos, fue asunta en
cuerpo y alma a los cielos para experimentar la unión en la Gloria,
para regocijarse junto a su Hijo en los frutos de la Divina
Misericordia y obtener lo mismo para todos aquellos que buscan refugio
en Ella”.
Sonaron los
primeros aplausos de una concurrencia que se agolpaba fuera del templo,
como durante todos estos días, portando sus banderas, su comportamiento
educado y la sana alegría del amor que profesan a Juan Pablo II. El
Papa terminó su homilía, volviendo a la oración de la Salve y
agregando su propia oración que nos conmovió a todos los presentes,
para recalcar finalmente su “Totus Tuus, Maria” (Todo Tuyo, María).
Al terminar
esta celebración y al despedirse en el aeropuerto, volvió al
intercambio afectuoso con su pueblo. En ese lugar, pese a las erróneas
traducciones que utilizaron algunos medios de la Argentina que no
estuvieron presentes en Polonia, su Santidad dijo, simplemente, “siento
tener que irme”. Como también lo sentí yo, luego de ocho días de
intenso acercamiento con el pueblo polaco y su tierra, durante los
cuales el Santo Padre me maravilló con su carisma, profundidad y
simpatía, pese a los problemas físicos que son evidentes. En el viaje
de regreso, no dejé de repetir, al igual que muchos otros en el mundo:
este Papa, es un santo.