En septiembre de 2010, viajé a Calcuta, capital de Bengala, con el
objeto de escribir un libro acerca de la Madre Teresa y su llamado a
saciar la "sed de Jesucristo" entre los más pobres de los pobres. Llegar
a esta ciudad fue un verdadero impacto. En primer lugar, por el clima
que me tocó vivir, ya que todavía estaban en época de lluvias, con 38
grados de temperatura y más de 90 por ciento de humedad, todos los días.
En segundo, por el ruido de esta ciudad caótica. En tercer lugar, por
los olores que emanan por doquier, que suman al smog de una ciudad
abarrotada los de la basura acumulada en las esquinas, los desechos y
detritos de hombres y animales, con el humo de los braseros de carbón
donde cocinan millones de personas que viven en sus calles. Por último,
la pobreza que se observa por todas partes. Se calcula que un tercio de
su población vive en la calle, sin las condiciones mínimas de salubridad
e higiene.
Al impacto inicial que sacude y hasta molesta por
dentro y por fuera (de allí que muchos me aconsejaron no entrar a la
India por Calcuta), le sigue un período de adaptación interpelante.
Porque no se puede caminar con indiferencia por las calles de Calcuta.
¿Cómo hacerlo? Los contrastes son permanentes. Salir del hotel por la
mañana y ver a una familia entera durmiendo casi en la puerta, con dos
niños recién nacidos llorando a mares, sin que los padres despertaran. O
ver cómo la basura acumulada era presa de los perros sarnosos
callejeros (hay cientos de miles en Calcuta), de los cuervos y hasta de
algún jovencito que hurgaba en busca de comida. O contemplar la danza
interminable de gente que se aproximaba a los grifos de agua abiertos en
alguna esquina, donde se bañan, lavan los dientes, cargan botellas o
baldes, o se lavan los cansados pies los hombres que arrastran los
rickshaws. Fueron muchas las escenas en medio de un hábitat rico también
en colores estridentes, de turbantes, saris y prendas musulmanas; en
aromas a especias que despedían los mercados; en manos juntas a modo de
saludo; en el humo del incienso encendido en los templos; en los acordes
de alguna cítara; o en el lento trajinar de los santones que iban
dejando tendidos a su paso senderos de espiritualidad.
Es en medio de esta ciudad, concretamente en el barrio
de Kalighat que la Madre Teresa de Calcuta estableció la Casa del
Corazón Puro (Nirmal Hriday), donde las Hermanas Misioneras de la
Caridad atienden desde 1952 a los moribundos de las calles de Calcuta.
La casa, antiguamente, era una hospedería para los peregrinos hindúes
que llegaban de visita al templo de Kali. Estaba casi abandonada cuando
las autoridades municipales se la cedieron a la Madre Teresa,
despertando los recelos y protestas de los devotos y sacerdotes de la
diosa Kali, hasta que vieron lo que las Hermanas hacían allí y
descubrieron las buenas intenciones de la obra. Hasta tal punto que una
de las autoridades, al dirigirse a la multitud que se había agolpado
frente a la casa para protestar y pedir que las echaran, les dijo
refiriéndose a la Madre Teresa: "En el templo tienen una diosa de piedra
negra y aquí tienen una diosa viva".
Fue Nirmal Hriday, en Kalighat, el lugar que elegí para
hacer unos días de voluntariado, porque quería contarles en un futuro
libro a los lectores la experiencia de estar como voluntario en una casa
dirigida por las Misioneras de la Caridad y deseaba hacerlo en el sitio
que, a mi modo de ver, reflejara aquel deseo inicial de la Madre Teresa
de "saciar la sed de amor y de almas de Cristo en la cruz". Y qué mejor
lugar, en este sentido, que la casa donde llevaban a personas al borde
de la muerte, para acompañarlas dignamente en sus últimos días. No me
equivoqué en la elección. Claro que no era una novedad, porque la Madre
Teresa había dicho muchas veces que "Nirmal Hriday", era el "tesoro de
Calcuta". Por algo, un hombre, antes de morir, exclamó en aquella casa:
"He vivido como un animal en las calles, pero voy a morir como un ángel,
amando y siendo amado".
¿Cuál es el trabajo en Kalighat? Pues básicamente es
dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento,
asistir al enfermo, acoger al que no tiene techo, visitar al que está
preso de la marginalidad... Uno se pasa el día ayudando a los internos a
tomar un baño, ponerse ropa limpia, comer, caminar, hacer ejercicio;
llevarles medicina; lavar sus ropas o utensilios; masajear sus cuerpos
doloridos y raquíticos; mirarlos a los ojos, decirles alguna palabra en
inglés, bengalí o hindi; acomodarlos en sus literas; darles afecto;
sonreírles... Y lo que uno recibe es difícil de explicar. Hay que vivir
la experiencia. Como la vive una voluntaria italiana, llamada también
Teresa, que fue hace 15 años a Calcuta, conoció a la Madre, se
reconvirtió a la fe y se quedó para siempre a vivir allí, yendo seis
días a la semana a curar los enfermos. O como les pasa a los miles de
voluntarios, de todas partes del mundo y de diferentes credos o
condición que cada año pasan por la Casa del Corazón Puro. "Porque es
dando como se recibe", tal cual decía San Francisco de Asís. Y lo que se
recibe es el céntuplo, en sonrisas, en abrazos, en miradas de
agradecimiento. Eso sí, "para el trabajo en Nirmal Hriday, necesitamos
tener continuamente ojos de fe profunda para ver a Cristo en los cuerpos
quebrados y en las ropas sucias", como decía la Madre Teresa. Pero, les
aseguro, que bien lo vale la experiencia.
Para hacerlo, basta viajar a Calcuta y visitar la Casa
Madre (Mother House) de las Misioneras de la Caridad, solicitando nos
registren para ir como voluntarios a Kalighat, o buscar toda la
información del caso por Internet en el Mother Teresa of Calcutta Center
( www.motherteresa.org
) o, simplemente, anotarnos como voluntarios en cualquier casa de la
Argentina, porque, como también decía la Madre Teresa: "Calcuta está en
todas partes, incluso dentro de uno mismo".
El autor es escritor. Su último libro publicado
es Dios está sanando (Lumen) y de próxima aparición: Tengo sed. Tras los
pasos de Teresa de Calcuta.