En las últimas dos semanas hemos
asistido a dos acontecimientos que, imagino, nos llenaron a todos de
dolor y estupor. Por un lado, la catástrofe ocurrida en varias naciones
de Asia, como resultado del terremoto que tuvo su epicentro en las
profundidades del Océano Índico, por el que el ya famoso “Tsunami” se
cobró hasta el momento cerca de ciento cincuenta mil vidas,
principalmente en Indonesia, Sri Lanka, la India y Tailandia. Por el
otro, la calamidad ocurrida en el barrio del Once, de la ciudad de
Buenos Aires, en un lugar conocido como la “República de Cromagnon”
donde debido a una mezcla de corrupción, afán de lucro desmedido,
ineficiencia y falta de educación, la noche asfixiada de realidad
criolla se llevó consigo ciento ochenta y dos vidas.
Evidentemente,
ni cifras ni causas son comparables, pero bien valen para una reflexión
paralela. En Asia, la tierra se conmovió (a tal punto que corrió el
eje del planeta) y nos conmovió a todos, con el inexplicable misterio
que toda catástrofe natural arrastra consigo. No hay muchas
explicaciones a estos “gemidos del planeta” que, como diría San Pablo,
son como de dolores de parto. Los católicos tenemos alguna explicación
racional y teológica a estos hechos, cuando decimos que la “creación
está en vías de perfección” y que a ésta última la alcanzará solamente
“el último día”. Por lo tanto, en el mientras tanto de la vía, es la
imperfección de la naturaleza caída (tanto la humana como la de la
propia Natura), la que justifica que se produzcan estos hechos. Sin
embargo, más allá de esta explicación que no siempre nos conforma, es
más importante quedarse en el terreno del misterio y tratar no ya de
leer el por qué del gemido de la Tierra, sino lo que éste representa
para nuestras vidas. En mi caso, lo sucedido no ha hecho más que
repetirme lo pequeño y contingente que son nuestras vidas y lo inmenso y
vigoroso que es el misterio de la Creación. En una palabra, el
“Tsunami” arrasó, en mi caso, con parte de la soberbia y vanagloria que
suele irse acumulando cada año en mi corazón.
A miles de kilómetros de distancia, en
Argentina, un sinnúmero de razones fueron las causales de las ciento
ochenta y dos muertes en el “boliche” que lleva como nombre el del
hombre cuya raza acabó con la del primitivo e inculto hombre de
Nedertal. Sin embargo este Cromagnon argentino, no brilló aquella
noche por su inteligencia y cultura, sino que puso sobre el tapete
todos los defectos de nuestra sociedad más allá de la circunstancial
bonanza económica que algunos pretenden exhibir como transformadora del
ser nacional. En la “República de Cromagnon”, los gemidos ya no fueron
los de la Tierra sino, primero, el de jóvenes, adultos y niños que se
empujaban entre sí sin saber por dónde huir de la tragedia que se
avecinaba y, más tarde, el de familiares y amigos desconsolados por
tanta muerte apilada junto a las puertas cerradas por un crápula.
Funcionarios públicos que no controlan como deben, un dueño
inescrupuloso que sólo piensa en su bolsillo, músicos bastante
indiferentes a lo que sucede en su shows y algunos integrantes del
público envueltos por vaya a saber uno qué delirio piromaniaco,
operaron juntos en el epicentro de esta otra tragedia, que a mí,
personalmente, volvió a llenarme de bronca y ofuscación contra los
dirigentes de nuestro país que creí se había llevado consigo la
Navidad.
Mientras que el
gemido de la Tierra en Asia, ha sido posteriormente acompañado por
muestras de solidaridad internacional para con las víctimas, sus deudos y
los afectados por las aguas; los gemidos de los padres argentinos, han
sido acompañados por un detalle minucioso de todos los actos de
corrupción e irresponsabilidad cometidos por los distintos actores,
seguidos de algunas renuncias que suenan más a huída que a otra cosa.
Esperemos que el primero y más grande de los gemidos, nos haga
reflexionar a los argentinos, para que de una vez por todas la Justicia
no deje impune el dolor de quienes han llorado mucho más cerca de
nosotros.