Todos los días observamos grandes fluctuaciones en los mercados,
tanto financieros como de materias primas, y pareciera que por más
medidas que toman los países centrales, la situación no se estabiliza y
la crisis tiende a profundizarse con cierre de empresas y despido de
trabajadores. Los nostálgicos del comunismo sostienen que lo que se
está viniendo abajo es el sistema capitalista y quizá sueñen con que
ahora sí se produzca el triunfo del proletariado y surja un nuevo
socialismo que evite los errores cometidos por los soviéticos. Los
fanáticos del liberalismo dicen que los culpables de esta crisis son
los Estados y su tendencia genética al intervencionismo, ya que
debieron haberse mantenido al margen y dejar que el mercado se
purificara a sí mismo. Otros, en cambio, pensamos que lo que está en
crisis es la fase “consumista” del capitalismo y que estamos ante la
oportunidad de entrar en una nueva etapa, más promisoria para la
humanidad.
La crisis financiera
estalló por un sin número de razones pero principalmente por un proceso
de acumulación en la mala asignación de recursos a efectos de mantener
altos los niveles de consumo y sostener el crecimiento mundial,
especialmente de la economía norteamericana, que no sólo absorbía los
sobrantes flujos financieros del resto del mundo, sino buena parte de
sus excedentes de producción. Créditos hipotecarios y de consumo
otorgados sin la debida relación con la capacidad de pago,
“intoxicaron” el sistema a fin de que el “crecimiento” no decayera.
Este mecanismo de aliento desmedido al “consumismo”, produjo distintas
burbujas: inmobiliaria, de materias primas y derivados, etc... Las
burbujas explotaron y el mundo se dio cuenta de la realidad: todas las
grandes economías habían contribuido directa o indirectamente a la
creación de un monstruo insaciable que alimentaba el consumo desmedido
de bienes y servicios devorándose toda posibilidad de racionalidad y
ahorro para un consumo diferido. Y en esta loca carrera de deseos
desmedidos, el monstruo se terminó consumiendo a sí mismo.
Hoy, las cosas han
cambiado y el consumidor (fundamentalmente el de USA y los países
desarrollados) tiene la posibilidad de tomar conciencia de su
enfermedad que, por otra parte, no lo hizo más feliz ni disminuyó sus
niveles de deseo. La consecuencia de la crisis será, como ya lo
reflejan los indicadores económicos, una caída en los niveles de
consumo y mayor austeridad en la forma de vida, a menos que quieran
apagar el incendio con nafta (como muchos gobiernos están intentando
sin resultado). Este período de mayor austeridad puede posibilitar una
toma de conciencia de los altos niveles de superficialidad alcanzados
en esa loca carrera por “tener y cambiar lo que ya se tiene”. El
hombre, despojado así de la vacuidad generada por el “consumismo” y la
necesidad de “tener para ser”, puede retomar la senda de la búsqueda de
lo trascendente que fue perdiendo y producir un reacomodamiento en la
asignación de recursos mundiales permitiendo atender a los sectores más
rezagados y marginados que aún no tienen sus necesidades básicas
satisfechas. En una palabra, la crisis abre la posibilidad de un cambio
importante para el hombre post-moderno: pasar del planteo del “tener
para ser” al del “ser para que otros sean”.
Este cambio sistémico en el
comportamiento del hombre revolucionaría a toda la humanidad, en forma
pacífica y silenciosa, tendiendo puentes en la diversidad a través del
diálogo y la aceptación del “otro”, reconciliando los opuestos,
tejiendo redes de solidaridad que actúen como mayas de contención y
protección social, haciendo posible la instrumentación práctica de
“economías de comunión”, cuidando atentamente su hábitat y toda la
biosfera, recuperando una escala de valores que trascienda la simple
enunciación de derechos, modificando las estructuras y los sistemas
representativos de gobierno.