En la primera estación, Jesús es condenado a muerte.
"¿Por qué? Porque molestaba, mujer. Nadie quiere escuchar un mensaje
tan radical, interpelante, que pone al descubierto nuestro pecado. Lo
condenaron a morir para que se callara de una vez. Para que cerrara la
boca. Los poderosos no quieren que nada cambie. Los oprimidos confunden
la vía de liberación. Y nosotros estamos hartos de palabras, aunque
estas nos hablen del amor. ¿El amor? ¿Qué cosa es el amor? El amor es
una fantasía, mujer. Tú lo sabes bien. Nadie ama de verdad. Siempre hay
un interés oculto. Y éste viene a hablarnos de amar al prójimo como a
uno mismo".
En la segunda, Cristo carga la cruz y se dirige al
Calvario. "¿Quién quiere cargar una cruz? Nadie, mujer. Al contrario, la
vida debe ser ligera, liviana, soportable. El sufrimiento es
masoquismo. El dolor no tiene sentido alguno. Y tú lo sabes. Que él
cargue con su cruz y si quiere sufrir por no haber callado, pues que
sufra. Nosotros ya tenemos con lo nuestro. Se lo advirtieron muchas
veces. Que iba en contra de la Ley. Que violaba las reglas de Moisés.
Perdonar los pecados. Resucitar a los muertos. Confesarse el Mesías. Yo
mismo alguna vez lo escuché. Palabras, mujer. Sólo palabras".
En la tercera, Jesús cae por primera vez. "Claro,
lo han dejado sin fuerzas de tanto que lo golpearon y flagelaron. ¿No lo
vimos acaso en el Pretorio? Además, esa corona de espinas que lo ha ido
desangrando. Mejor no lo miremos. Lavémonos las manos. Hagamos como
Pilatos. Que se arregle. Él mismo se metió en la boca del lobo. ¿Para
qué vino a Jerusalén? ¿Acaso no lo sabía? ¿Entonces? Es un suicida. Él
mismo eligió su propia muerte. Yo no voy a ayudarlo. Es un presuntuoso.
Además, ¿qué tenemos que ver con él, mujer? Nada. Que nos deje
tranquilos".
En la cuarta, Jesús se encuentra con su madre,
María. "¿A qué tanto escándalo? ¿Por qué tanto llanto? Debió educarlo
mejor. Inculcarle que no es posible cambiar este mundo. Que uno debe
adaptarse a las reglas de juego y no estas a uno. No hay nada nuevo bajo
el sol. Siempre ha sido igual, mujer. La única manera de vivir bien es
no decir nada. Tratar de ascender por la vía del silencio, como yo lo he
hecho. Soportando a esos tramposos para que me dejen vender palomas en
el Templo. ¿Los demás? ¿Quiénes son los demás? Los demás no son más que
sombras".
En la quinta, el Cirineo lo ayuda a cargar la cruz.
"¿Quién se cree ese hombre? Ya verás lo que le hacen. A los condenados,
mejor dejarlos que se hundan en su condenación. Delirio de valiente.
Para que todos lo celebremos, mujer. Pero es alguien de Cirene. No, no
debe ser judío, porque su tierra fue colonia de los griegos. Claro, no
entiende nada de lo que está ocurriendo. De lo contrario, no lo
ayudaría. Porque nadie ayuda a otro porque sí. Siempre hay un motivo. Yo
sí que he sido generoso, mujer. Me conviene hacerlo cada tanto. ¡Si
hasta he regalado alguna de mis palomas y corderos a los peregrinos!
¿Qué más pueden pedirme? Este nazareno está loco. Tiene la locura de
creerse el Salvador. Porque su nombre, Jesús, ¿no significa eso?".
En la sexta, la Verónica limpia el rostro de Jesús.
"¿Y ésta? ¿Quién la llamó? Debe de ser una fanática. Quiere llevarse un
recuerdo. Vaya uno a saber por qué. Si con eso no puede calmarlo, porque
la sangre seguirá fluyendo de todos modos. No vale la pena, mujer. ¿Qué
sentido tiene mirar lo desagradable? Ver la sangre ya me descompone.
Esta Verónica debe estar enamorada de Jesús o algo por el estilo.
Secarle la cara y huir con el lienzo. Para ir a guardarlo en algún lugar
de la casa y luego mostrarlo a sus nietos, diciéndoles: ‘Yo conocí a
Jesús. Tengo su rostro impreso en el lienzo’. Aunque claro, ¿llegará
este hombre a ser famoso? Porque reliquias de los famosos es una cosa y
hasta vale la pena pagarlas. Pero de alguien desconocido, como este
galileo, que no tiene quien lo defienda ni muchos que lo sigan, por más
que digan que hizo milagros, porque si los hubiera hecho en cantidad,
los beneficiados estarían aquí, ¿no te parece?".
Séptima estación. Jesús cae por segunda vez.
"Para mí que el hombre va caer muerto allí nomás. No tiene fortaleza. Si
se cae a cada rato, mujer. Éste que se confesó el Mesías. ¿Te imaginas
un Mesías tan poca cosa? No, claro que no. Los héroes son musculosos,
valientes y poderosos. Al menos eso es lo que pienso. Con un arma matan a
cientos. Porque el pequeño en este mundo va al fracaso. Claro que está
lo que hizo David con Goliat. ¿No es éste de la casa de David, de Belén
de Judá? No, no puede ser. Si no deja de caerse. Y no es para tanto. Que
todavía no lo han colgado. Más vale que algún soldado lo lleve a la
rastra. Porque ya no carga su cruz, ni puede con el cuerpo. ¿No se creía
rey? Como puede entonces dar tal espectáculo. Vamos, mujer, que se hace
tarde y no vale la pena seguir con esto, que tengo trabajo en el
Templo".
En la octava estación, Jesús se encuentra con las
mujeres piadosas de Jerusalén. "¡Pero mira cómo lloran aquéllas! Les
debe haber pagado algún familiar del condenado. Que vengan a llorar por
si lo sueltan. Que quizás nos contagiemos todos y de tanto llanto lo
liberen. Claro, son mujeres. Porque los hombres no lloramos y menos por
alguien a quien no conocemos. El hombre debe ser fuerte y éste es débil.
Pero algo se ve que les dice. Que no lloren por él, sino por sus hijos.
¿Y qué ocurrirá con nuestros hijos? ¿Acaso puede saberlo estando a
punto de morir? Pero se han dicho tantas cosas de él, que uno nunca
sabe. Que resucitó a un tal Lázaro en Betania. Que hizo oír a los
sordos, hablar a los mudos, caminar a los cojos y salir a los demonios.
¿Pero si tiene tantos poderes por qué no se libra de la cruz? No lo
entiendo, mujer. Para mí que son todos inventos y que lo único que sabe
hacer es hablar. Como esos timadores que se meten en el Templo. Porque
si fuera todo verdad, ya hubiera hecho algún milagro. Es uno más de
aquellos que se creyeron el Mesías. Porque el Mesías nunca vendrá,
mujer. Estamos condenados por la ira de Dios hasta la eternidad. Y no
habrá quien nos libre del Averno, donde nos consumiremos en el fuego. No
se puede creer en otra cosa. No vale la pena".
Novena estación. Jesús cae por tercera vez. "¡Pero
qué barbaridad! Vamos, mujer, que este hombre se ha caído nuevamente. Y
ya nadie lo ayuda. Todos se han ido. Están cansados de lo que dura el
ascenso. Deberíamos irnos de una vez. Ya me está dando un poco de
lástima. Pero, bueno. Todo sea por ver lo que termina ocurriendo. Tal
vez sus discípulos vengan a rescatarlo a última hora, cuando estén por
colgarlo y no queden tantos soldados dando vueltas. Algo así deben estar
tramando. Porque no puedo creer que hayan huido, aunque me dijeron que
Pedro, el jefe de todos ellos, ayer por la noche lo negó. ¡Qué
vergüenza! Porque que reniegue yo, que no lo conozco, vaya y pase, ¿pero
que lo haga su amigo más cercano? Yo no hubiera actuado así. Estoy
seguro. A los amigos hay que quererlos y defenderlos. Pero pasa la hora y
ellos no dan señales de vida. ¿Tendrán miedo hasta de él? Porque este
Jesús sí que dice lo que no se debe decir".
En la décima estación, le quitan las vestiduras.
"Bueno, mujer, si hasta aquí hemos llegado, veamos cómo muere. No creo
que dure mucho. Si ya es puro hueso. Pero no se queja el hombre. Parece
más fuerte de lo que creí. Ni siquiera ha aceptado hiel para mitigar el
dolor. Da la vuelta cuando lo claven. No debes mirar eso. Y creo que yo
tampoco. Debió guardarse las palabras. No puede uno hablar cuando no se
lo piden. Y mucho menos decir tales cosas. Porque nombrar al
Todopoderoso como Abba, como Padre, ya ha sido toda una blasfemia. Al
menos es lo que dicen los sabios y prudentes. Aunque a mí me da lo
mismo. Porque no hay un Dios, ni cosa por el estilo. De lo contrario no
estaríamos como estamos. Cada quien tratando de salvar su pellejo. Hasta
esos soldados en lo único que piensan es en su propio beneficio. Mira
cómo se reparten las vestiduras, que no valen ni un denario".
Undécima estación. Jesús muere en la cruz. "Algo
está ocurriendo, mujer. El cielo despejado se ha cubierto y todo se ha
puesto negro como si viniera el temporal. Ya deberíamos marcharnos. Si
está a punto de morir”. “¡Déjame escuchar, hombre, que tú no crees ni en
ti mismo! Jesús es tan bueno que está pidiendo perdón por aquellos que
lo han crucificado”. “¡No puede ser, mujer! Ese hombre es un lunático,
está fuera de sí. Llama a su padre de los cielos. Ni muriendo se calla
de una vez”. “¡Cállate tú, hombre! ¿No tienes algo de piedad en el
corazón? Mira cómo se dirige ahora a su madre. 'Mujer, he ahí tu hijo'.
Debe estar despidiéndose”. “¡No, qué va! Ese hombre está más loco que
nunca. Vamos, que el cielo está a punto de partirse y puede caer un
rayo, o nos mojaremos de pies a cabeza. Los suyos no vinieron. Lo
dejaron solo entre las mujeres. Se llevará sus palabras a la tumba y ya
nadie se acordará de él”. “¡Yo voy a quedarme, hombre!”. “¿Y a qué,
mujer, no lo escuchas? Está diciendo que: 'Todo ha concluido”. “Escucho
más bien lo que dice aquel centurión romano”. “¿Qué cosa, mujer?”.
“Verdaderamente éste era Hijo de Dios".
En la duodécima estación, bajan a Jesús de la cruz.
"Mujer, que ya debemos irnos. El viento sopla enloquecido, como si le
hubieran matado un ser querido. No me lo explico. Como tampoco lo que
está haciendo aquel soldado. Traspasándolo con su lanza. Si él ya estaba
muerto y no hubo necesidad de quebrarle los huesos”. “¡Hombre, mira!”.
“¿Qué cosa, mujer?”. “Hombre, que está saliendo agua junto con la
sangre”. “No puede ser, mujer. Vayamos a casa de una vez. Que esto ya es
demasiado. Estás viendo visiones y espejismos”. “Hombre, ya te he dicho
que me quedo. Déjame ver lo que ocurre. Me gustaría consolar a su
madre”. “La muerte no tiene consuelo, mujer. Lo bajarán de la cruz, lo
envolverán en mortajas y se lo llevarán. Irá a dormir para siempre. Lo
atacarán los gusanos y volverá a la tierra de la que lo sacaron. Para el
fin del hombre no hay remedio, no se conoce el camino que nos libre del
Averno. Todos tenemos el mismo principio y el mismo final".
Décimo tercera estación. Jesús es sepultado.
"Hombre, no hagas ruido que nos descubrirán. Sigámoslos a prudente
distancia”. “Pero si no es más que un cortejo fúnebre, mujer. ¿Qué
quieres ver? Está muerto. Y son pocos los que lo llevan. Ni siquiera sus
seguidores han venido a darle sepultura. Ni eso. Lo colocarán dentro.
Le untarán el cuerpo. Correrán la piedra y todo habrá terminado. Su
madre se irá con su dolor hasta que el tiempo lo mitigue. Los otros
olvidarán las palabras. Palabras. ¿De qué sirven las palabras, mujer? El
mundo se guía por los hechos, por lo que se puede experimentar y
comprobar. Y yo compruebo que no era más que un lunático. Está muerto
como el día. Enrollado en sus palabras. Amor. Paz. Alegría. Justicia.
Misericordia. Perdón. Vacías palabras, mujer. Que nada significan en el
mundo que vivimos. No era más que un idealista, porque con esas palabras
no se pueden cambiar el destino”. “¡Hombre, pero si hasta entregó la
vida!”. “¿Para qué, mujer? ¿Dime, para qué?".
Finalmente, la Resurrección de Jesús. "Dos días hace
que me tienes aquí, mujer, y nada pasa”. “Hombre, él dijo que al tercer
día resucitaría y ya se está por cumplir el tiempo. Concédeme eso
nomás. Después volveremos a nuestra vida. Tú harás tus negocios y yo
seguiré con lo mío, que dos días no son mucha pérdida”. “Para ti no,
mujer, pero sí para mis negocios en el Templo. Estamos en la Pascua y
las palomas se venden de a millares”. “¡Hombre, cállate y mira!”. ”¿Qué
cosa, mujer?”. “La piedra, hombre, ¿no estás viendo?”. “Deben de ser los
soldados que la corren”. “No, hombre, si ellos duermen la mona bajo los
cipreses”. “¿Entonces?”. “Pues entonces, es él”. “¡Estás loca, mujer!
Debe ser alguno de sus seguidores. Tal vez, Pedro. Para después ir con
el cuento de que resucitó como él decía”. “Hombre, si aquí no hay nadie
más que nosotros. ¿No lo ves acaso con tus ojos?”. “A los ojos los
engaña el cansancio, mujer. Estarse uno acá, tanto tiempo, sin comerla
ni beberla. Volvamos a casa de una vez. No me hagas ver lo que no
quiero. ¿Qué pretendes, mujer? ¿Qué crea que ese hombre está resucitando
y con él sus palabras? Vamos, mujer, no sea que lo terminemos creyendo y
acabemos colgando en una cruz".