La impunidad se define como “la falta de castigo por los
actos cometidos”. La palabra proviene del verbo latino “punire” que implica punir, castigar. Cuando en un país, cierto tipo
de actos que son ilegales no son castigados o no se les aplica la Ley, se dice
que hay impunidad. La Argentina es un país que se ha caracterizado en su
historia por la “impunidad”, sobre todo al no castigarse las faltas cometidas
en el ejercicio de la función pública. En este sentido, pareciera haber
heredado el concepto de “juicio de residencia” de tiempos de la colonia, esto
es, que sólo se juzga a los funcionarios públicos una vez que dejan el poder.
Pero, ahora, ni siquiera eso. Hace poco leí en un medio que desde que recuperamos
la democracia (1983), sólo cuatro personas habían ido presas por delitos
cometidos en la función pública. No sé si será exacto, pero estoy seguro que
podrían contarse con los dedos de ambas manos. Y esto, ante todos los
escándalos que hemos conocido, realmente nos marca el estado de la “impunidad”
en el que está sumergido nuestro país. Desde los famosos pollos de Mazorín hasta
el reciente escándalo de las Madres de Plaza de Mayo, hemos recorrido
veintiocho años de vida democrática, sin embargo, no hay una reacción política,
social y, fundamentalmente, jurídica, ante tamaña impunidad, donde la
corrupción se permite actuar libremente, sin complicarse demasiado en el
ocultamiento de las pruebas, porque sabe que nada pasará.
Guardapolvos adulterados, aduanas paralelas, leche en mal
estado, computadoras al triple de su precio, venta de armas ilegales,
privatizaciones dudosas, corrupción en el Senado, fondos sacados del país que
no retornaron, bolsas de dinero olvidadas en los baños, valijas que entraron
del exterior para financiar campañas, tierras que se compraron a precios viles
de liquidación y se revendieron a valores siderales, obra pública repartida
entre los amigos, facturas truchas, etc…Y si uno se pusiera a recordar no
bastaría un libro entero para mencionar todos los casos de impunidad habidos en
el terreno económico (para no hablar de la impunidad en otros ámbitos).
Creo sinceramente que para cambiar este cuadro de situación
debe haber vocación política para lograrlo. El primer paso: afianzar la
Justicia. ¿Y cómo lograremos afianzar la Justicia? Se cae de maduro que teniendo
una Justicia independiente, que no tenga temor de hacer cumplir la Ley, que no
sea presionada ni amenazada por la política. Un caso emblemático es el de los
sindicalistas que al verse amenazados por la Justicia, salen a la calle con sus
gremios a defender su impunidad, como diciéndole a la sociedad: “Si me tocan,
armo un escándalo social y les paro el país”. Es que el temor es el mejor
reaseguro de la impunidad. “Si me tienen miedo, no actuarán sobre mí”, parece
ser el razonamiento. Los jueces, por consiguiente, corren el riesgo de temer
por su cargo o hasta por su integridad física o familiar. Conclusión: la
Justicia se vuelve cómplice por temor o por connivencia.
La remanida reforma del Consejo de la Magistratura para
garantizar la independencia del Poder Judicial, es una tarea pendiente, ya que
los cambios de integrantes en la Corte Suprema de Justicia parecen no haber
bastado para acabar con la impunidad. Es un deber moral de la ciudadanía en
general y de la clase política en particular, lograr detener este mal social. Habrá
que pensar en ello a la hora de votar. Caso contrario, la degradación de la
República y de sus Instituciones, cercenadas por la creciente impunidad, nos
llevará a vivir en un país de mafiosos, donde la violencia y la justicia por
mano propia se convertirán en el único reactivo posible. Y todos sabemos el
final del camino de la violencia, no sólo a nivel de la paz exterior, sino de la
interior. Dios quiera que los ciudadanos digamos algún día: ¡Basta de
impunidad! ¡Luchemos por la Verdad! Entonces, la Verdad nos hará libres.