En
una oportunidad, cuando los discípulos estaban en la barca en medio del lago de
Genesaret, se levantó una gran tempestad. Jesucristo dormía en la popa. Lo
despertaron increpándolo, porque parecía que no le importaba que todos murieran
ahogados. Él se levantó, calmó la tempestad y les preguntó: “¿Por qué tienen miedo? ¿Por qué no tienen
fe?” En ese mismo lago, tiempo después, se les apareció una noche caminando
sobre las aguas. Ellos creyeron que se trataba de un fantasma y comenzaron a
gritar asustados. Entonces, él les dijo a la distancia: “Tranquilícense. No tengan miedo. Soy yo”. Y le mandó a Pedro ir
hacia él. Cuando Pedro confió, caminó sobre las aguas. En cuanto dudó y tuvo
miedo, comenzó a hundirse.
El domingo 1 de mayo, además de
celebrarse la fiesta de san José Obrero y de la “Divina Misericordia” (por ser
el primer domingo después de la Pascua), será beatificado en el Vaticano el
querido Juan Pablo II, “el Grande”, como muchos lo han dado en llamar. Es de
esperar que no transcurran muchos años para que sea finalmente santificado,
cumpliendo así con el sensus fidei de
la multitud que durante sus funerales gritó en la plaza de San Pedro: “¡Santo
ya!”
Cuando el 22 de octubre de 1978,
Juan Pablo II asumió formalmente como nuevo Pontífice, sus primeras palabras
durante la homilía de la misa de asunción fueron: “¡No tengan miedo de recibir a
Cristo!”. “¡No tengan miedo! ¡Ábranle las puertas a Cristo! Cristo sabe lo que
hay dentro del hombre. Sólo él lo sabe”.
No soy quién para opinar sobre los
motivos que tuvo para elegir aquellas palabras, pero me animo a tratar de
intuir algún paralelismo entre las palabras del Señor (a las que se podrían
sumar las del ángel a María en la Anunciación) y las del difunto Santo Padre.
Es que pareciera haber una mutua relación entre el temor y la fe, entre el
abrazar el cristianismo en toda su dimensión o el actuar con miedo hacia el Misterio,
entre el seguir los pasos de Cristo y el riesgo físico que ello puede llegar a
implicar (como en el caso de los mártires).
El incomparable Karol Wojtyla, llegó
a Roma desde una tierra de sufrimiento y miedo. Baste pensar en una Polonia
casi siempre invadida por sus vecinos (Suecia, Rusia, Prusia, etc…) y que luego
de la invasión nazi, durante la Segunda Guerra Mundial, que llevó a la
persecución y el exterminio de miles de polacos (judíos y cristianos) en los
campos de exterminio, fue ocupada por los comunistas y quedó dentro de la
“cortina de hierro” soviética, en la que no faltó la persecución al clero y a
los creyentes. Además, él mismo provenía de una historia personal de dolor y quizá,
de temor. Había perdido a una hermana antes de nacer, a su madre a los nueve
años, a su hermano mayor a los doce y a su padre, cuando tenía veinte, quedando
huérfano y sin familia en Cracovia (porque el resto de sus familiares vivían en
otras localidades).
Sin embargo, ese sufrimiento y
temor, tanto personal como social, no lo había amilanado, sino, todo lo
contrario, robustecido en la fe hasta convertirlo en un testigo de Cristo que
estaba dispuesto a dar su vida por Él y el Evangelio. Así, durante muchos
momentos de su vida religiosa en Polonia, tanto como sacerdote, obispo o
cardenal, pese a sentirse vigilado por las autoridades comunistas, no dudó
nunca en seguir propagando el Evangelio y en defender los derechos humanos, en
especial, el de gozar de libertad religiosa para profesar el culto.
Luego, siendo Papa, tampoco el
sufrimiento ni el temor pudieron detenerlo, aunque fue víctima de varios
atentados contra su vida (se calcula que fueron quince), uno de ellos casi
mortal (el del 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro). Un ejemplo, sirva
para graficar la valentía que se despertaba en el Papa ante las dificultades.
Todos los analistas señalan el viaje de marzo de 1983 a Nicaragua, como el más
peligroso, ya que los sandinistas en el poder no deseaban su visita y los
servicios de inteligencia estaban sobre aviso de un posible atentado. Le
pidieron entonces a Juan Pablo II que él y su comitiva utilizaran chaleco
antibalas. Él les respondió: “Si alguien del séquito quiere llevar chaleco
antibalas es preferible que no me acompañe a esta visita. Estamos en manos de
Dios y Él nos protegerá”. Conclusión, viajó sin chaleco y no sólo eso, sino que
enfrentó durante una de las misas el acoso de los sandinistas.
Juan Pablo II no tenía miedo, porque
se entregaba a la voluntad de Dios y creía que todo dependía de Él, como afirmaba
frecuentemente al repetir un dicho alemán: “Nada sucede por casualidad, todo
procede de lo alto”. Con esa fortaleza y entrega radical a Cristo, con su
palabra perseverante fue uno de los artífices de la caída del comunismo, tal
como afirmara Michael Gorbachov al decir: “Yo no he sido el que ha acabado con
el comunismo, sino Juan Pablo II”.
Sí, entre las muchas virtudes
heroicas del difunto Santo Padre, seguramente la valentía ocupe un lugar
destacado. Valentía para obrar y para decir, descartando siempre la vía de la
violencia y proponiendo el camino del diálogo. Como decía de él, el general
Jaruzelski (dictador de Polonia en la época comunista): “Wojtyla era un
rompehielos, es decir, un hombre capaz de romper los prejuicios de ambas
partes”.
Vaya pues, en este pequeño homenaje
hacia una personalidad que no bastan las miles de páginas escritas sobre él
para describirla, un recuerdo sobre aquellas primeras palabras de su
Pontificado que nos siguen invitando, en medio de un mundo de dolor y
sufrimiento, donde abundan también las situaciones de persecución a la Iglesia
y a los cristianos, a que no tengamos miedo de anunciar a Cristo ni de abrirle
las puertas de nuestro corazón para que venga y habite dentro.