El Papa
Francisco nos invita a salir, a ir hacia la periferia, no solamente geográfica,
como pueden ser los suburbios de las grandes ciudades donde hay mucha miseria,
sino que nos habla de las “periferias existenciales”. Y repite aquello que dijo
durante la primera audiencia pública de su pontificado, en la plaza de San
Pedro: “…Vivir la Semana Santa siguiendo
a Jesús quiere decir aprender a salir de nosotros mismos para ir al encuentro
de los demás, para ir hacia las periferias de la existencia, movernos nosotros
en primer lugar hacia nuestros hermanos y nuestras hermanas, sobre todo
aquellos más lejanos, aquellos que son olvidados, que tienen más necesidad de
comprensión, de consolación, de ayuda. ¡Hay tanta necesidad de llevar la
presencia viva de Jesús misericordioso y rico de amor! Vivir la Semana Santa es
entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es
ante todo aquella del dolor y de la muerte, sino la del amor y del don de sí
que trae vida. Es entrar en la lógica del Evangelio. Seguir, acompañar a
Cristo, permanecer con Él, exige un ‘salir’. Salir de sí mismos, de un modo de
vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de cerrarse en los propios
esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creativa de Dios.
Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, puso su tienda entre
nosotros para traernos su misericordia que salva y dona esperanza”.
En esto estuve
pensando la semana pasada con algo dando vueltas en mi cabeza, tal vez, para un
nuevo libro. Me propuse salir de casa e ir hacia la periferia. Pero, ¿dónde
estaba o dónde queda la periferia? ¿Es un lugar físico, una condición humana,
un estado personal del alma? Lo cierto es que lo primero parecía ser la
necesidad de “despertar” a la periferia, “abrir los ojos”, contemplarla, “tomar
conciencia” de ella. Caso contrario, no se podía avanzar en el análisis. Es que
tantas veces estamos “dormidos” frente a la realidad que nos circunda, que no
vemos y, entonces, somos inconscientes de la “otredad”. En esos casos, quizá,
solamente percibimos nuestra propia periferia existencial.
En ese pequeño
“despertar”, vi como tres círculos periféricos que originan esta breve
reflexión que, obviamente, debe continuar. Hay una periferia física,
geográfica, espacial. Es el contorno de la circunferencia, o lo que rodea un
centro. En este sentido se han tejido a lo largo de la historia, distintas
visiones geopolíticas o sociales. El centro que domina la periferia o que se olvida,
lisa y llanamente, de ella. Hay un segundo círculo periférico que está ligado
más a la condición humana: enfermo, pobre, preso, anciano, migrante,
abandonado, en situación de calle, desempleado, etc… Este círculo no está tan
ligado al espacio, aunque puede superponerse agravando la condición. Es decir,
pareciera que no es lo mismo un desempleado que vive en una villa miseria que
aquel que vive en una casa con cierto confort, lo mismo podría decirse de un
jubilado, un enfermo, etc… Sin embargo, la periferia de la condición humana está
en todas partes. El tercer círculo, sería la periferia personal, ligada a
nuestra alma o, si se quiere, a nuestro corazón y que se vincula con nuestra
afectividad y nuestros deseos. Allí, por ejemplo, están los que se sienten no
queridos o padecen el peso de sus propias debilidades: los soberbios, los
vanidosos, los egoístas, etc…
La invitación
del Papa pareciera ser movernos en estos tres círculos de la periferia, donde
por supuesto, la acumulación circular puede agravar el cuadro de situación. Así,
una mujer abandonada por su esposo, que no tiene recursos y vive en una casilla
de emergencia con cinco hijos, probablemente, tendrá más necesidad de ayuda, de
comprensión y consolación. En ese caso, estaremos ante la opción preferencial
por los pobres entre los más pobres. Aunque, en definitiva, ninguna regla
científica puede ser aplicada en estos casos. Habrá que caminar la periferia y
darse uno cuenta de las mezclas y variaciones.
Con ese
espíritu, de “contemplar y ver la periferia”, salí de mi casa y me encontré con
una señora que hace años veo tirada en la vereda de una gran avenida (alguien
me dijo que los asistentes sociales de la ciudad la llevan a un lugar de
refugio, pero se escapa, porque está mal de la cabeza y su mundo es la calle).
Me detuve a mirarla mientras dormía, toda sucia y mal oliente. Sí, era un habitante
de la periferia. ¿Qué podía y podíamos hacer por ella? Porque mirar la
periferia, como si fuera solamente una película, no tenía valor ni sentido…pero
el tomar conciencia, me y nos llevaría a pensar en soluciones concretas y
efectivas… o quizás bastaba con rezar por ella, preguntando su nombre…o conocer
algo de su historia de vida y el por qué estaba allí (según los cuentos del
vecindario, toda su familia había muerto en un incendio en el que, además, se
quemó la casa). El viaje por la periferia siguió frente a una ciega pidiendo
limosna en la boca de entrada del subterráneo…y yo dudando de su condición humana:
“¿será ciega o me estará engañando?” Seguí de largo pero, recordando la “periferia”,
me detuve a mitad del pasillo…di media vuelta, saqué un billete, lo puse en su
mano derecha…miré sus ojos esperando verlos blancos o vacíos…la escuché
preguntarme de cuánto era el billete: “de diez pesos”…Y volví a pensar que de
esa manera completaba su engaño…Hasta que me dijo: “que Dios te colme hoy de
bendiciones”. Me partió el alma. Automáticamente, me di cuenta que en la
periferia se podían encontrar compensaciones. Dar y recibir. Ir hacia la
periferia para dar…pero terminar recibiendo. Entonces, resonaron aquellas
palabras de Jesús: “Porque tuve hambre y me diste de comer…”
Como el viaje
siguió y esto continúa, incluso llegar de vuelta a casa, mirarme al espejo y
descubrir la periferia de mi corazón en esa sombra que produce en algún lugar
del rostro el egoísmo, terminé con un deseo de continuar “despertando”, pese a
la edad, y recoger esa invitación de Francisco de ir al encuentro de la
“periferia existencial” donde hay tanto dolor y sufrimiento. ¿Para qué? Para
dar y recibir. Un intercambio de fe, con fe y en fe.