Estamos ya en “Semana Santa” en
la que se celebra la pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Un Jesús que el
Jueves Santo, reuniendo a sus discípulos para celebrar la “última cena”,
anticipa que será entregado por uno de ellos y abandonado por los demás. Al oír
esto, Simón Pedro, le dijo: “aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré”.
Dice el evangelio de San Marcos, que Jesús le respondió: “Te aseguro que hoy,
esta misma noche, antes que cante el gallo por segunda vez, me habrás negado
tres veces” (los otros evangelistas hablan de un solo canto).
Hace algunos años, escribí una
novela biográfica sobre San Pedro, en la que me preguntaba, entre otras cosas:
¿quién era este hombre que había negado conocer a Jesús? ¿por qué razón el hijo
de Dios lo había elegido para comandar su Iglesia? ¿cuáles habrían sido los
motivos que tuvo Pedro para negar a su Maestro y Señor? Luego de algunos años
de investigación, llegué a ciertas conclusiones, que brevemente trataré de
resumir en este artículo y que, espero, puedan agregar algo a la meditación de
este acontecimiento que, con el paso de los años y el avance de una cultura
cada vez más secular, parece estar siendo olvidado.
Simón bar Joná (Simón, el hijo de
Juan), a quien Jesús llamó en arameo Khepas
(piedra), que más tarde fue conocido como Pedro; fue un pescador, natural de la
aldea de Betsaida, en Galilea, junto al lago de Genesaret. Tres o cuatro años
mayor que Cristo, casado, sin descendencia (para muchos, viudo al momento de
conocer a Jesús), dueño de una barca y con permiso de pesca en el lago. Luego
de su boda se trasladó a vivir a Cafarnaúm. Como buen galileo, se oponía a la
dominación de los idumeos (Herodes) y de los romanos, estaba influido por la cultura helénica de
las ciudades de la Decápolis (de allí que su hermano llevara un nombre griego: Andreios, Andrés) y podría decirse que
estaba vacío espiritualmente al momento de conocer a Jesús (él mismo, dice en
su primera carta: “Saben que hemos sido rescatados de una vida vacía, heredada
de nuestros mayores, no con metales corruptibles, como el oro o la plata, sino
con la preciosa sangre de Cristo”).
Jesús lo escogió para ser la
piedra sobre la que edificaría su Iglesia, a mi modesto entender, por su
visible humanidad, es decir, porque mostraba claramente la debilidad de la
naturaleza herida. Pedro era un apasionado, de carácter fuerte, pero de fe
vacilante, como puede ser la de cualquiera de nosotros. Jesús fue llenando su
vacío, con palabras y milagros. Pedro lo siguió, dejando su casa, su suegra, la
barca, el permiso de pesca, etc… Sin embargo, durante el camino de seguimiento,
se caía y se levantaba continuamente. Por momentos lo confesaba a Cristo
diciendo: “Tú eres el Mesías”, y al rato se convertía en piedra de escándalo
porque no quería escucharlo hablar de su muerte y resurrección. “Maestro, no te
suceda esto”. En este ir y venir de su fe, es que Jesús le anuncia luego de la
última cena: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido zarandearte como al
trigo, pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos”.
Así, entramos en el terreno de
las tres negaciones de Pedro, para lo cual tomaré extractos de los cuatro
evangelistas. Pedro no era un cobarde, como muchos pueden imaginar, caso
contrario no hubiera sido el único que desenvainó su espada en el huerto de los
Olivos y cortó la oreja de Malco (uno de los enviados a detener a Jesús); ni
tampoco habría entrado en el patio del palacio del Sumo Sacerdote donde
comenzaron a juzgarlo (lugar que he conocido en Jerusalén y es realmente muy
pequeño). Temeroso sí, pero no cobarde. Entró en el patio, se acercó al bracero
encendido, se sentó, y comenzó a escuchar lo que decían dentro: las falsas
acusaciones de los supuestos testigos y las preguntas de Caifás. Sobre todo,
aquella última: “¿Eres el Mesías, el hijo de Dios bendito?”. A lo que Jesús
respondió: “Sí, yo lo soy…” Luego, vinieron los gritos de “¡Blasfemia!” y los
pedidos de muerte, seguidos de golpes, burlas y escupitajos. Pedro, en lo bajo
de la casa, no sabría qué hacer. Fue entonces que se le acercó una sirvienta,
lo miró fijo y le dijo: “Tú también estabas con Jesús, el Nazareno”. ¿Qué podía
responder? Si le decía que sí, tenía que escapar corriendo o lo apresarían. Si
le contestaba que sí, no tenía ninguna posibilidad de poder ayudarlo. Por
consiguiente, su primera negación: “No sé nada, no entiendo de qué estás
hablando” (como si no entendiese su idioma), fue más por conveniencia y
especulación.
Momentos después, según Marcos,
se escuchó el primer canto del gallo. Supongo que Pedro se habrá percatado de
que estaba ligado a la premonición de Jesús durante la cena. Sin embargo, no
tuvo tiempo de meditarlo, porque inmediatamente volvieron a la carga sobre él.
Unos dicen que fue la misma sirvienta y otros que se trataba de un hombre.
“Este es uno de ellos”, dijo señalándolo. La respuesta de Pedro, no se hizo
esperar y dependiendo del evangelista que tomemos, respondió: “No lo soy”. “No,
hombre, no lo soy”. “Yo no conozco a ese hombre”. Esta segunda negación de Pedro,
puede haber estado cargada de cierta dosis de temor a ser detenido y juzgado,
pero, también, a un gran desconcierto y frustración, ya que su rabbí, su Maestro y Señor, a quién él
mismo había confesado como Mesías e Hijo de Dios vivo, estaba siendo condenado
como un simple reo humano. Por lo tanto, el temor a caer preso se juntaba con
la desilusión, porque Pedro no conocía sólo a un hombre, sino a alguien mucho
más grande, con el poder de calmar tempestades, arrojar demonios, secar
higueras, multiplicar panes, hacer hablar a los mudos, devolver la vista a los
ciegos y hasta resucitar a los muertos. Por lo tanto, ese ser tan celestial, a
quien él había seguido dejándolo todo, no podía morir.
En ese ambiente, con gritos y
bofetadas que bajaban de lo alto del palacio y miradas acusadoras en lo bajo,
junto al fuego, se producirá la tercera negación de Pedro, que ya sí, está
ligada a un instinto de supervivencia y el miedo a la muerte. “Seguro que
también eres uno de ellos, hasta tu acento te traiciona”, dijo uno al reconocer
que era galileo. “¿Acaso no te vi con él en el huerto?”, afirma Juan que le
preguntó un pariente de Malco. Pedro, con la debilidad propia de nuestra
humanidad caída, volvió a negarlo y maldecía con juramentos, diciendo que no lo
conocía. Fue en ese preciso momento, que cantó el gallo por segunda vez, al
tiempo que bajaron a Jesús y lo empujaron a cruzar el patio. San Lucas, remata
el relato diciendo que Jesús se dio vuelta y lo miró a Pedro. Entonces, recordó
lo que le había dicho en la cena y lloró amargamente. No importa si lo hizo
dentro o fuera del palacio, sino que, según la tradición, fue tal la amargura
del llanto, que sus lágrimas abrieron un surco en las mejillas y le quedaron
marcadas para el resto de su vida.
Concluyendo. Hay tres negaciones,
movidas por distintas razones; dos cantos del gallo que expresan el paso del
tiempo; un llanto amargo de arrepentimiento por negar a quien le había dado
sentido a su vida; y una mirada
misericordiosa de Jesús otorgando el perdón a Pedro y a toda la humanidad que
vive cayendo y levantándose, unos en el camino del seguimiento de Dios y,
otros, bien negándolo, interpelándolo, huyendo o siendo totalmente indiferentes
a su presencia. El ejemplo de Pedro y la motivación para quienes somos creyentes,
es que él, una vez “convertido por el amor misericordioso de Dios” terminó
cumpliendo con aquello que había dicho en la cena: “yo daré mi vida por ti”.
Así fue como, muchos años después, murió crucificado boca abajo en la colina
del monte Vaticano y de esa forma pudo volver a contemplar al Cristo glorioso y
resucitado.