Hace ya más de 2.000 años un niño nació en Belén o
Bêth lehem (“la casa del pan”), en la actual Cisjordania. Una extraña
señal luminosa apareció en el cielo, indicando el lugar donde iba a
nacer. Ese niño, llamado Jesús o Joshua (“el Salvador”), fue alguien
real en la historia, de carne y hueso como cualquier hombre y, a la vez,
para quienes creemos en él, fue también divino: el hijo de Dios nacido
de una Virgen por obra y gracia del Espíritu Santo, el Mesías anunciado
por los profetas al pueblo de Israel. Todavía su fama persiste en el
mundo, sobre todo en Occidente, pese a los deseos de muchos por destruir
su mensaje y su existencia, porque, como le dijera el anciano Simeón a
su madre cuando lo presentó en el Templo, el niño “será un signo de
contradicción y revelará los pensamientos de los corazones”.
Cuando sus padres llegaron a Belén, no hallaron
alojamiento. María, estaba a punto de dar a luz al Emmanuel, al “Dios
con nosotros” y el viaje desde Nazaret había sido agotador. Sin embargo,
José, su esposo, no encontraba un lugar para que Dios se diera a
conocer, haciéndose hombre, humanizándose, viniendo a morar en medio de
su pueblo. No había lugar para que se produjera aquel acontecimiento
hace 2.000 años y pareciera que tampoco lo hay en la actualidad. ¿Las
razones? Múltiples. Tal vez, muchos preferían vivir sin un Dios tan
cercano, pensando que a cada rato los estaría interpelando con su
presencia. Quizá, porque existía un equivocado concepto del “temor de
Dios” y era preferible vivir vacíos antes que postrarse ante su
presencia y sucumbir frente a su ira.
Sin embargo, ese niño no sólo vino a descubrir los
pensamientos, sino, fundamentalmente, a manifestar el amor de Dios por
el hombre y salvarlo, como anunciaron los ángeles a los pastores de la
zona: “paz en la tierra a los hombres que ama Dios”. De allí que, pese a
que no le hicieron lugar en Belén, quiso nacer en un humilde pesebre de
las colinas cercanas, donde los pastores solían encerrar sus animales.
Cuando María dio a luz al niño, los pastores que escucharon el mensaje
de Dios a través de los ángeles, y los Magos que advirtieron las señales
en el cielo, fueron hasta “la casa del pan”. Al entrar en el pesebre y
ver al “pan bajado del cielo”, se inclinaron frente al niño envuelto en
pañales y lo adoraron. Y al adorarlo, se llenaron de amor y de paz.
En esta nueva Navidad, en la que rememoramos el
nacimiento de aquel niño en las colinas de Belén, deberíamos intentar
abrir nuestros corazones, escuchar en el silencio y advertir las señales
que se presentan en el cosmos: Dios nos invita nuevamente a entrar en
el pesebre y llenarnos de amor y paz, recuperando la esperanza en su
poder misericordioso y en su gloria salvífica, cantando como aquellos
ángeles: “¡Gloria a Dios, en las alturas, y paz a los hombres que ama el
Señor!”.