Lo dijo el franciscano Raneiro Cantalamessa, desde hace 32 años predicador
de la Casa Pontificia, que visita por estos días el país.
por Jesús María Silveyra
Desde hace 32 años es el
predicador de la Casa Pontificia. O sea que entre sus oyentes se cuenta nada
menos que el Papa. De hecho, Juan Pablo II tuvo asistencia casi perfecta a sus
prédicas. Como ahora Benedicto XVI. Se trata del sacerdote franciscano Raneiro
Cantalamessa, de 78 años, que visita por estos días el país para participar en
una serie de encuentros. En el que organizó el Departamentode Laicos
de la Conferencia Episcopal, el lunes pasado, habló sobre los principales
desafíos que, a su juicio, enfrenta la fe de los creyentes hoy: el
cientificismo, el secularismo y el racionalismo. Luego, habló para VR.
-A luz de los tres desafíos que
mencionó en la charla, ¿cuál es el papel del diálogo interreligioso?
-Todas las
religiones enfrentan, con sus matices, estos mismos problemas. Creo que ahora
tenemos la posibilidad de no poner a una religión en contra de otra, sino de utilizar todas las energías
para contrarrestar este fenómeno que reduce la vida humana a la materia y quita
al hombre el sentido trascendente de la vida, dejándolo sin la esperanza de una
vida eterna. Creo que todas las religiones, sobre todo las monoteístas, que tienen la idea de una
recompensa eterna y de un Dios personal que nos ama, que nos puso en el mundo
por amor y que nos espera, pueden trabajar juntas y hallar formas de acción
común.
-¿Cuál es el aporte que en este
sentido puede hacer el reencuentro entre los cristianos?
- Es mayor, porque no solamente
compartimos la fe en un Dios que nos creó y nos recompensa, sino en un Dios que
se hizo carne y habitó entre nosotros, en la persona de Jesucristo. Como decía
Juan Pablo II: "Es mucho más importante
lo que tenemos en común, que aquello que nos separa o nos distingue". Creo que
cada día se está tomando más conciencia de ello. No hay motivo, ni tiene sentido
pelear entre nosotros acerca de "cómo el pecador se vuelve justo". Eso era en
tiempos de Lutero. Ahora debemos
anunciar juntos a Cristo en un mundo que perdió el conocimiento de su persona.
-Usted habló del Espíritu Santo y
la necesidad de renovarnos en Él. ¿Estamos viviendo un nuevo Pentecostés o se
vivió siempre?
-Las dos cosas. Podemos hablar de
un Pentecostés cotidiano, que recibimos a través de los sacramentos y de la
Palabra de Dios. Pero hay momentos en la historia de la Iglesia, cuando la
acción del Espíritu se vuelve más visible y clamorosa. No se puede negar que en
el siglo pasado, empezando primero en algunas iglesias pentecostales y luego, a
mitad del siglo, en la Iglesia Católica, se asistió aesta clase de "nuevo
Pentecostés". Es decir, a la renovación de carismas y manifestaciones del
Espíritu Santo que no se conocían, que se habían perdido de vista.
- ¿Cómo ve a la Argentina en este
terreno del diálogo ecuménico respecto a otros países?
-Aquí, en Ámerica Latina, me
parece que el diálogo se entendió en una
forma particular, ya que se trata de países muy católicos, donde la expansión de los evangélicos, sobre
todo de los pentecostales, fue percibida por algún tiempo como una agresión.
Entonces, este encuentro que se hará en el Luna Park debe ser vivido como un
signo providencial y precioso, porque inaugura un nuevo camino, no de
contraposición, sino de colaboración. Creo que la manera de superar esta lucha
entre los cristianos es reconocernos mutuamente como hermanos en Cristo, orar
juntos y amarnos.
-Por sus funciones en la Casa Pontificia tuvo que predicarle
muchas veces al beato Juan Pablo II.
¿Qué representó semejante
responsabilidad y, a la vez, esa preferencia?
-Fue una responsabilidad que al
principio viví con cierto temor, pero luego, como una bendición. Yo predico
todos los viernes de Cuaresma y de Adviento. Juan Pablo II nunca faltaba. Sólo
una vez por un viaje por América Central, y el viernes siguiente me pidió
disculpas. Para mí era un ejemplo. Estar a su lado fue un privilegio. Tenía una
visión tan completa del mundo, de la espiritualidad, de la cuestión social. Una
visión muy profunda, admirable. Era un hombre de oración, que siempre parecía
estar en diálogo con un interlocutor invisible. Un santo.