Hay que celebrar que el Papa haya
impulsado el reciente “Sínodo de la Familia” y la apertura para tratar ciertos
temas difíciles concernientes a la problemática familiar. Esa apertura,
considerada por el propio Francisco, como el “decir todo lo que se piensa” (parresía), sin temor, ni siquiera a lo
que podía opinar el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; fue
lograda sin romper la “unidad en la diversidad” que es una de las
características de la ecclesia. De
nada hubiera servido tal apertura, si producía una división irreparable entre
sectores que pueden disentir (algunos periodistas hasta llegaron a hablar de
probable “cisma”). Es que, como el mismo Papa dijo en el discurso de cierre del
Sínodo, una de las principales misiones de todo Sumo Pontífice es “garantizar
la unidad”, mantener la “comunión” (koinonía)
dentro de la Iglesia. Podría decirse entonces que los
límites de todo proceso de apertura de la Iglesia, están en la división, o, si
se quiere, si en aras de suturar las heridas de unos, se abren heridas en
otros, la Iglesia se convertiría en una enfermería que genera sus propios
enfermos y el proceso de apertura no tendría beneficios.
Entender la koinonía de la Iglesia, sin aceptar la presencia del Espíritu
Santo, parecería algo muy difícil de lograr para cualquiera que sólo base su
análisis en la razón o la lógica. Francisco lo ha señalado en el mencionado
discurso: “Tantos comentaristas han imaginado ver una Iglesia en litigio donde
una parte está contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero
promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El Espíritu
Santo que a lo largo de la historia ha conducido siempre la barca, a través de
sus ministros, también cuando el mar era contrario y agitado y los ministros
infieles y pecadores”. Ya san Pablo hablaba de todos estos temas en su “llamado
a la unidad” de la carta a los Efesios (Ef 4,1-4): “Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una
manera digna de la vocación recibida. Con mucha humildad, mansedumbre y
paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del
Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu,
así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de
acuerdo con la vocación recibida”.
En cuanto al documento final del
Sínodo, dado a conocer como “Relatio Synodi” y sobre el que la Iglesia trabajará durante
todo un año hasta el próximo Sínodo, pienso que ha logrado el equilibrio necesario
entre las posiciones expuestas, representando a culturas, contextos y
realidades muy diferentes, como son las de los distintos países, regiones y continentes donde la Iglesia extiende su
misión de propagar el Evangelio y el Amor de Dios. Esto se logró, pese a las
presiones externas por convertir el Sínodo en un encuentro reducido a la
discusión de sólo dos temas: el trato a los homosexuales y la comunión de los
vueltos a casar, como si la problemática familiar de la postmodernidad se
agotara en eso; y a las tensiones internas, que el propio Francisco calificó en
su discurso como distintas tentaciones. A mi modesto entender, cuando se discutieron
los temas, hubo variadas y ricas posiciones que surgieron del lógico disenso
entre teólogos y pastores, unos más volcados a la defensa del Magisterio y
otros al pastoreo de las ovejas; en definitiva, un proceso de análisis entre Justicia y
Misericordia que ya fuera magistralmente abordado por Juan Pablo II, en su
segunda Encíclica, titulada: Dives in
Misericordia (Rico en Misericordia). En este sentido, vale la pena recordar
a este santo “apóstol de la Misericordia”, quien en su último viaje a Polonia
exclamó: “El mensaje de la Divina Misericordia es capaz de llenar los corazones
de esperanza y pasar a convertirse en el fundamento de la nueva civilización: la
civilización del Amor”.
Por último, si alguna observación podría
hacerle al documento, como padre de familia y esposo, y siempre reconociendo
las propias limitaciones, es que tal vez se hizo demasiado hincapié en las
consecuencias de la falta de amor o de las heridas del amor, más que en los
beneficios del amor conyugal, entre hombre y mujer, vividos en comunión familiar,
con presencia de lo que nos trasciende,
esto es, de Dios, que es la fuente de todo Amor. En una palabra, hablar más de
los beneficios del amor ideal, que tanto necesita la sociedad de hoy, sobre
todo, que precisan encontrar los jóvenes, quienes temerosos de sufrir dichas
heridas, se resisten al abordaje incondicional del amor de Dios que transforma el
amor humano con su infinita Misericordia y logra, con la predisposición solidaria
del hombre, dejar de lado el egoísmo y convertir al Amor en aquello que también
señalaba san Pablo: “El amor es paciente, es servicial; el amor
no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no
busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no
se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor
todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no
pasará jamás".