“La Iglesia es santa y pecadora”,
hemos escuchado decir miles de veces, en referencia a las virtudes y defectos
de los hombres que la componemos. Cualquiera de nosotros puede ser santo y
pecador o puede realizar actos buenos y malos, aunque haya quienes tienen una
tendencia mayor hacia el bien, sea por gracia, por ascesis personal o por una
combinación de ambas. “Quien esté libre de pecado que arroje contra ella la
primera piedra”, les dijo nuestro Señor Jesucristo a los que estaban por
lapidar a la mujer adúltera. Entonces, no puede extrañarnos que cualquier
persona humana, sujeta como está a la debilidad, pueda hacer algo indebido, aún
las cosas más aberrantes e inverosímiles. Dependerá de Dios, cuya misericordia
es infinita, juzgarlo en base al arrepentimiento y a la posibilidad de
reparación de la falta cometida. Baste con recordar el doble pecado del rey
David y el perdón de Dios, para asomarnos a tal misterio insondable para el
hombre y del que hablara magistralmente el difunto Juan Pablo II en su
encíclica Dives in Misericordia.
Sin embargo, una cosa es opinar
sobre las acciones privadas de los hombres y otra sobre los actos públicos,
sobre todo, cuando se tienen responsabilidades jerárquicas sea en el Estado o en
la Iglesia. Es que el “escándalo” (del griego skándalon) no sólo escandaliza, sino que, en el caso de la Iglesia,
lastima al cuerpo místico de Cristo y pone obstáculos en su caminar. El Señor
le dijo en una oportunidad a Pedro: “¡Apártate de mí Satanás! ¡Escándalo eres
para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”
(Mateo 16,23). En otras traducciones
bíblicas se habla de “tropiezo”, pues el escándalo de las palabras de san Pedro,
era motivo de tropiezo para su misión salvadora, ya que le traía a colación los
pensamientos de los hombres. Pues bien, así como los pensamientos pueden ser
motivo de escándalo también lo son las acciones que saltan a la vista de la
opinión pública, sobre todo cuando están ligadas a la concupiscencia de la
carne del clero.
Según una de las definiciones que
nos da el diccionario de la Real Academia española, el escándalo es la “acción,
situación o comentario que provoca rechazo e indignación pública, por su
amoralidad o su inconveniencia”. Y ciertamente es escandaloso escuchar o leer
que un sacerdote o un obispo tienen relaciones homosexuales, pedófilas o
heterosexuales, muchas veces con hijos no reconocidos que van apareciendo. Como
escandalizan también las intrigas vaticanas, las luchas por el poder
eclesiástico o los delitos financieros cometidos por algún religioso. Sin
embargo, ello no basta para poner en jaque a una Institución milenaria que,
contra viento y marea, sigue andando, inspirada e iluminada por el Espíritu
divino (aunque con el “pensamiento de los hombres” se dude de ello).
El escándalo cometido por algún
miembro del clero, produce comentarios de todo tipo (como el reciente caso del
obispo argentino que acaba de presentar su renuncia, aceptada inmediatamente
por el Vaticano) pero, más aún, deja secuelas que nos invitan a la reflexión.
Desde el “pensamiento de los hombres”, se analiza la conveniencia o no de
mantener el celibato sacerdotal, la posibilidad o no de que un sacerdote pueda
conservar la castidad, canalizando su eros en el amor a Dios y en el ágape con
su comunidad. Materia discutible por cierto, dada la amplitud de experiencias
religiosas a lo largo de los tiempos, no sólo dentro del catolicismo sino fuera
de él (desde el celibato que practican los monjes budistas hasta la
opcionalidad de casarse que existe en las iglesias orientales y ortodoxas, con
excepción hecha para los obispos). En cambio, desde el “pensamiento de Dios”, alguna
frase evangélica salida de la boca de Jesucristo puede ayudarnos a remontar
nuestra reflexión hacia lo alto, que es, en definitiva, hacia dónde queremos
llegar: “…hay otros que decidieron no casarse a causa del Reino de los Cielos.
¡El que pueda entender, que entienda” (Mateo 19,12).
Más allá de cuál pueda ser
nuestra opinión personal, creo que en momentos de tropiezo, la mejor forma de
levantarnos, es recordando en quién tenemos puesta la esperanza y a quién
seguimos. Cristo, en tal sentido, con su palabra iluminadora nos recuerda que se
encarnó en el seno de María y se puso en medio de nosotros, no para
condenarnos, sino para salvarnos de una vez y para siempre. Por lo tanto,
seguir a Cristo, jamás podrá ser motivo de escándalo. Por eso, en una
oportunidad, le dijo a sus discípulos: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes
han visto y oído: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son
purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es
anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de
tropiezo!” (Mateo 11, 4-6)
En momentos en que la Iglesia es
atacada y debe sortear todo tipo de escándalos que se le presentan, desde fuera
y desde dentro, creo, humildemente, que hay que pedirle a Dios la gracia de que
nos fortalezca la fe, la esperanza y el amor en Cristo, motivo de elevación
para todo aquel que quiera dejarse liberar, sanar y salvar por Él.