El eclipse de Dios
El Papa Benedicto XVI, en su
reciente visita a España para la Jornada Mundial de la Juventud, hablando
frente a un grupo de religiosas, ha dicho que Europa vive una “especie de eclipse de Dios, cierta amnesia,
más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación de la fe
recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos
caracteriza”. La figura utilizada por este gran pensador, en los comienzos
del siglo XXI, es muy acertada. Es que al hablar de “eclipse de Dios”, nos está
llevando de la mano a pensar que algo se ha interpuesto en el camino entre Dios
y el hombre. ¿Qué es? No se trata de un astro, claro que no. Sin embargo, la
luz procedente de Dios ha sido bloqueada por un “cuerpo eclipsante” que
pareciera haber producido la “desaparición” (en griego: ekleipsis) de Dios.
Pero, ¿puede Dios desaparecer o
es el hombre quien no lo ve, cegado como está por la oscuridad del cuerpo
eclipsante? Si creemos en la existencia de un Creador Absoluto, éste no puede
desaparecer, porque es pre-existente a la misma creación y a toda relatividad.
Por lo tanto, sigue allí, desde la eternidad, iluminando. Ocurre que algo se ha
interpuesto entre Él y el hombre. El Papa, durante el mismo viaje, habló de que
la sociedad estaba expuesta a los “fuegos
fatuos del relativismo y la mediocridad”. Me quedo con este concepto, para
fundamentar lo que sigue. Es decir, que la oscuridad del cuerpo eclipsante
proviene de estos fuegos fatuos que parecen iluminar, pero lo que hacen es
confundir al hombre. Ya no basta con hablar de que se trata del mal o del
pecado, sino de algo mucho más sutil, difuso y abarcador que toca las raíces de
la civilización judeo-cristiana, impregnándolo todo de relativismo. Es un fuego
difuso ligado al “misterio de la iniquidad” del que tanto nos habló Juan Pablo
II, parecido al fuego que brota en la noche de los restos óseos abandonados
sobre la tierra, producto de la inflamación y hasta la exacerbación de la
materia.
El hombre, preso del “misterio de
la iniquidad”, no puede ver a Dios por distintos motivos pero,
fundamentalmente, porque ha caído en las redes del relativismo más atroz que
quizás haya conocido. Es ese relativismo atroz el que lo sumerge en los mares
de la mediocridad, donde ésta se vuelve casi un principio físico que todo lo
confunde, destronando a Dios del centro de la vida. Dios deja de ser centro y
fundamento del universo, para convertirse en un ser ordinario sin mayor peso y
utilidad, salvo para aquellos que todavía pensamos que el Absoluto y su
Misterio son la excepcionalidad de la existencia. Dios pasa a ser una palabra
vacía de contenido, casi descartable, que, por ejemplo, ni vale la pena agregar
en el preámbulo de la Constitución europea. ¿Para qué y por qué, se preguntaron
los constituyentes? De allí que el Papa diga, refiriéndose al Viejo Continente,
que “se corre el riesgo de perder aquello
que más profundamente nos caracteriza”, porque si el ser humano no tiene en
cuenta a Dios en su vida, evidentemente, se ha perdido a sí mismo al renegar
del “sentido” que milenariamente le dio a su existencia.
El sinsentido de la vida, lleva
al hombre post-moderno, principalmente al urbanoide de los grandes
conglomerados del mundo, a considerarse a sí mismo como el único sentido, a
decir “yo soy”, como si fuera el mismo “Yahvé”, el “YO SOY” que Moisés escuchó
responder a Dios, cuando le preguntó por su nombre. Pero, lamentablemente, este
hombre del “yo soy” con minúsculas, vacío
de sentido trascendente, se encuentra perdido en su propio laberinto: si él
“es” completamente, nada le debería faltar (pero sabe que algo le falta) y si
no “es”, qué remedio tiene cuestionarse (porque no quiere aceptar que es imagen
de un Ser Superior) . Por lo tanto, deja la cuestión de la existencia y del
“ser” de lado, para preocuparse más bien por el “tener”. Se dice: “si tengo,
soy; si no tengo, no soy”. Es justamente el misterio de la iniquidad, el que se
ha encargado de sumergirlo en este dilema del “tener y no tener”, del que
alguna vez habló Hemingway. Así, por ejemplo, el urbanoide se dice a sí mismo:
“Si tengo mi celular, mi plasma, mi laptop, mi tecnología, mi conexión
permanente con lo que ocurre hasta en el más remoto rincón del mundo, entonces,
yo soy”. La necesidad de consumir y de sentir en lo inmediato, en el “ya”, está
inmersa en ese “tener”.
Hay una confusión de valores y
deseos desordenados que alimentan esa fatuidad del fuego que despide el “cuerpo
eclipsante”. Fatuidad que expresa en algunos casos la vanidad del hombre y, en
otras, su propia necedad ante la irremediable finitud de la vida, que lo pondrá
cara a cara con la muerte y con el sinsentido de una existencia vivida sin proyectar
lo que le espera cruzando el umbral del tiempo, cuando tome conciencia de que
el “tener” no le ha servido de preparación de su eternidad, cuando vuelva a la
presencia del misterio de su origen y se enfrente cara a cara con el “YO SOY”,
con mayúsculas.
¿Cómo salir de este eclipse de
Dios? Hay muchas respuestas y cada quién debe encontrar la suya, pero lo
primero es saberse inmerso en esta situación, tomar conciencia, tocar el propio
cuerpo, aceptar las limitaciones, pensar en la finitud, detener la prisa y el
flujo de información abrumador que nos excede, guardar silencio y en el
silencio, contemplar la Creación. Quizás, en ese silencio contemplativo,
renazca la luz plena de un nuevo amanecer y el hombre vuelva a preguntarse
sobre el sentido de la vida, reencontrándose con la luz poderosa del Dios hecho
hombre.