“Pónganse
de acuerdo de una vez y dejen de pelear”. Esta frase creo que la hemos
escuchado desde la niñez, comenzando por el seno del hogar, en el colegio,
entre los amigos, en un equipo deportivo, en el matrimonio y el trabajo. Pero
ahora, más que nunca, resuena en el seno de la comunidad. Es que hablamos de
que nuestra sociedad está cada día más intolerante, crispada, agresiva,
enfrentada, dividida…al borde siempre de la discusión y la pelea, sea esta verbal
o física. Y no estamos hablando de los conflictos que produce de por sí la creciente
inseguridad y la delincuencia, sino de cierta discordia colectiva fruto de una
mezcla de fracaso, resentimiento, revanchismo, malhumor, fastidio y hasta de
odio entre los extremos de la misma, alimentado principalmente desde el poder
político y mediático. Y no se trata de una “sensación”, sino de un hecho bien
concreto.
Concordar
es ponerse de acuerdo, al menos en la necesidad de convivir con cierta paz, unidad
y armonía. Ya lo anticipó nuestro viejo conocido, el gaucho Martín Fierro: “los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera; tengan unión verdadera, en
cualquier tiempo que sea; porque si entre
ellos pelean, los devoran los de afuera”. Lo cierto es que los argentinos hemos
nacido peleando por ser nación y vivido peleando por sostenerla, con ciertos
intervalos de mayor o menor armonía. Desde antes de la colonización, los pueblos
nativos luchaban entre sí para imponerse unos a otros; hasta que llegó el conquistador
y hubo que enfrentarlo; y cuando los primeros europeos se asentaron comenzaron
las disputas entre ellos; para seguir luego entre monárquicos y republicanos;
extranjerizantes y criollos; porteños y provincianos; conservadores y
radicales; peronistas y antiperonistas; etc, etc…
Hoy
la división pareciera estar marcándose de nuevo y muchos la polarizan entre
autócratas y demócratas o entre transgresores y sensatos. Sin embargo, esta
vez, se huele también el hartazgo dentro del propio conflicto. Como si los
argentinos, hartos de nosotros mismos, estuviésemos llegando a un extremo de
polaridad indeseable, que ya no queremos, porque si continuamos tirando de la
cuerda, quizás se corte y se desgaje el corazón social, ese que debe mantenerse
latiendo dentro de un mismo suelo, para poder llamarse, primero patria
compartida y luego Nación constituida, con un contrato social que la amalgama y
que se conoce como Carta Magna.
Es
tiempo pues de acercarnos, aunque nos cueste aceptarnos o mirarnos a los ojos,
o, incluso, escuchar del vecino justo esas palabras que nos hinchan la vena
yugular y nos irritan. El acercamiento es un proceso. Dar pequeños pasos, sobre
pocos puntos. La inflación, la inseguridad, la corrupción y el respeto a la
Constitución. ¿Quién puede estar en desacuerdo? Desde un lado, reconocer estos
problemas, que fueron el clamor popular de las grandes marchas y protestas
sociales del 2011; desde el otro, aceptar que no son problemas fáciles de
solucionar, porque en el fondo son casi endémicos de nuestra sociedad.
Reconocer y reconocerse dentro de la misma casa, como salidos del mismo vientre.
Luego mirarse a los ojos, hablar con respeto, callarse cuando habla el otro,
intentar escuchar, ilusionarse con que se puede aprender algo del otro, que la
“otredad” siempre puede concedernos un regalo, algo novedoso, más no sea el
descubrir que piensa distinto y que no es mi enemigo, sino un compatriota, un
connacional, un ciudadano como yo. Son pequeñas actitudes, casi bastaría con
gestos, un saludo, un darse la mano, una aproximación en un acto compartido.
Llegar
a la concordia, debiera ser nuestra meta. Para ello, también son necesarios los
artífices del acuerdo y dentro de esos artífices, quienes creemos que existe
algo más trascendente que la mera existencia humana o que la lucha por el
poder, el dinero o la fama; tenemos un rol que cumplir, aunque despertemos
sospechas, risas o vergüenza. Nuestro rol debe ser servir donde sea para que se
apoyen esos pequeños pasos de concordia, marcar la huella y, si se puede,
empujar el primer paso. La fuerza de lo trascendente debe llenarnos de
esperanza para combatir el desánimo y rearmar la utopía de la argentinidad. En
este sentido, un pensamiento de la madre Teresa de Calcuta puede servirnos de
gran ayuda: “La paz y la guerra empiezan en el hogar. Si de verdad queremos que
haya paz en el mundo, empecemos por amarnos unos a otros en nuestras propias
familias”.