Mi último libro publicado en
diciembre pasado se llama: “Tengo sed. Tras los pasos de Teresa de Calcuta”
(Lumen). El título nace a raíz de la frase que mandó colocar la Madre Teresa al
costado de la cruz en todas las capillas de las Misioneras de la Caridad y
demás ramas de su Congregación. “¿Por qué habrá dispuesto tal cosa?”, fue la
pregunta que me hice hace un tiempo, cuando Sergio Rubín me pidió que hiciera
un comentario a un libro sobre la beata de Calcuta para el Suplemento Valores
Religiosos. Es cierto que “Tengo sed” es una frase que pronunció el Señor en la
cruz, poco antes de decir: “Todo se ha cumplido” y entregar su vida para la
salvación del mundo. Pero, ¿qué importancia tenía para la Madre Teresa como para colocarla
en todas las capillas?
Fue a partir de dicho
interrogante, que descubrí que la santa de Calcuta había tenido una visión y
locuciones durante el viaje en tren que realizó desde Calcuta a la ciudad de
Darjeeling (al norte de la India y al pie de los Himalayas), el 10 de
septiembre de 1946. Hasta entonces, Teresa era una religiosa de la Congregación
de las Hermanas de Loreto, que daba clases de catequesis y geografía en dos
colegios de Calcuta (en uno de los cuales llegó a ser la rectora). Pero algo
pasó durante ese viaje que le hizo cambiar radicalmente de vida y pedir
autorización para salir de su Congregación y fundar las Misioneras de la
Caridad para ir a trabajar entre los más pobres, en los “agujeros negros de
Calcuta” (los barrios de emergencia o, simplemente, las calles de Calcuta,
donde millones de personas viven casi a la intemperie).
¿Qué fue lo que ocurrió? Eso lo
explico en mi libro. Pero, básicamente, vio y escuchó al Señor diciéndole desde
la cruz: “Tengo sed”. A partir de allí, el Señor le hizo comprender que no sólo
había tenido sed física en la cruz (le dieron a beber vinagre, con el que
empaparon una esponja y que le acercó un soldado romano con una caña), sino,
fundamentalmente, sed de amor y de almas. Por esa razón la Madre Teresa, cuando
fundó las Misioneras, escribió en el
Estatuto: “La finalidad general de
las Misioneras de la Caridad es saciar la sed de Jesucristo en la cruz, sed de
amor y de almas, mediante la absoluta pobreza, la castidad angélica y la
obediencia alegre de las hermanas. La finalidad particular es llevar a Cristo a
los hogares y a las calles de los barrios más miserables, entre los enfermos,
los moribundos, los mendigos y los niños pequeños de la calle…”
Este descubrimiento, para Ella y,
confieso que para mí también, fue revolucionario. Porque una cosa es decir que
el hombre tiene sed de Dios (como dice el salmo 41: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo llegaré a ver su
rostro?”) y, otra muy distinta, es decir que también Dios tiene sed del
hombre. Hay que tener en cuenta la época en que Madre Teresa tuvo estas
locuciones y visiones, casi 20 años antes del Concilio Vaticano II. Hasta
teológicamente podía resultar atrevido. ¿Cómo Dios puede tener sed del hombre?
¿Cómo Dios que es Absoluto y Todopoderoso, puede necesitar de nosotros, sus
creaturas? Sin embargo, fui descubriendo que muchos místicos de la Iglesia
habían hablado de la sed de Dios por el hombre. Partiendo del propio San
Agustín, que decía: “Dios tiene sed de
que se tenga sed de él”. Y agregaba: “Él
pide de beber y promete la bebida. Él está necesitado, como alguien que espera
recibir; pero es rico, como alguien que está a punto de satisfacer la sed de
los demás”. Santo Tomás por su parte, habla del “ardiente deseo de Jesús por la salvación de la raza humana” y dice
que “la vehemencia de este deseo se
expresa claramente con su sed”. San Buenaventura señala que Dios “tiene sed, no por carencia, sino por
sobreabundancia”. Finalmente, por citar algún otro pensamiento de los
grandes doctores de la Iglesia, Santa Teresita escribía: “Resonaba continuamente en mi
corazón el grito de Jesús en la cruz: ‘Tengo sed’. Estas palabras encendían en
mí un ardor desconocido y muy vivo…Quería dar de beber a mi Amado y yo misma me
sentía devorada por la sed de almas”.
Por lo tanto, este sentimiento
profundo de la Madre Teresa, que será el centro de su camino místico durante
más de cincuenta años (posteriores a aquel viaje en tren) no era algo
descolgado, pero sí de un radicalismo evangélico extremo. A tal punto, que
junto a la cruz de la Casa Madre de las Misioneras de la Calcuta, además de aquella
frase: “I thirst” (Tengo sed), colocó
otra: “I queench” (Yo sacio). Y vivió
el resto de su vida intentando saciar la sed de amor y de almas que tuvo el Señor
en el Calvario. Convirtiéndose en una gota de amor en medio del océano del
desamor. Poniendo en práctica su fórmula de “amor en acción”, para la cual no
es importante lo mucho que hagamos sino cuánto amor pongamos en lo que hacemos.
Tomar conciencia que Dios, a través de su Hijo, tiene sed de mí, que
quiere amarme, que me necesita para su plan de Salvación, que se pone feliz con
mi felicidad y triste con mi tristeza, es el gran regalo que me hizo la Madre
Teresa de Calcuta con la meditación de ese “Tengo sed”, tan destacado en su
vida espiritual. Hasta entonces, sólo era consciente de que yo tenía sed de
Dios. Ahora, me han acercado una nueva perspectiva, pero con el compromiso de
procurar saciar la sed de Cristo, llevando su mensaje de amor a los demás, en
la forma más afín con lo que me toque hacer en esta vida.
Termino este artículo con una
reflexión de la Madre Teresa que me sirvió para el Epílogo del libro: “En la cruz quisieron darle a Jesús una
bebida amarga para adormilarlo. Pero Jesús no quiso beberla. Sólo aceptó mojar
los labios por gratitud a los que se la ofrecían. ¿Por qué no la bebió? Porque
su sed era por nosotros, por ti y por mí…Permitamos que Jesús nos ame. Decimos
con frecuencia: ‘Jesús yo te amo’, pero no permitimos que Él nos ame. Hoy
digámosle: ‘Jesús, aquí estoy, ámame”.