¡Qué lejos nos queda Belén! Para llegar desde Buenos Aires,
hay que atravesar el océano Atlántico, el continente africano, cruzar el canal
de Suez y el desierto del Sinaí. Visto en un mapa aéreo, son más de doce mil doscientos
kilómetros los que nos separan del aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv, para
desde allí recorrer unos sesenta y cinco kilómetros hasta Bethlehem, en
Cisjordania. Allá lejos y hace tiempo, nació un niño que vino a iluminar el
mundo. Su nombre, Yehoshua, Jeshua, Jesús (que en hebreo significa:
“Dios salva”). Los evangelistas Mateo y Lucas, relatan el nacimiento del
niño y nos dan detalles de un momento histórico (en tiempos del rey Herodes y del
emperador romano Augusto), de un lugar geográfico (Belén de Judea, la ciudad de
David), de un sitio (el pesebre) y hasta de una vestimenta (envuelto en
pañales). Lamentablemente, no tenemos una foto del niño, pero podemos suponer
que era bello e irradiaba una luz especial, de allí que tanto los pastores como
los Magos se postraron para adorarlo.
Pero así como
irradiaba luz, también despertaba otros sentimientos, como en el caso de
Herodes, quien al enterarse de su nacimiento, mandó matar a todos los niños
menores de dos años nacidos en Belén y sus alrededores. Fue cuando José y
María, con el niño, huyeron a Egipto, alertados de lo que estaba por hacer el
celoso rey de Judea. Esto sucedió tiempo después de que presentaran al niño en
el Templo de Jerusalén y escucharan de boca del anciano Simeón la profecía:
“Este niño será causa de caída y elevación para muchos en Israel; será un signo
de contradicción”. Y la contradicción parece continuar hasta nuestros días. Dos
mil años después, el niño sigue siendo causa de caída y elevación para muchos.
Podemos suponer que es causa de caída para quienes rechazan su luz y prefieren
vivir en las tinieblas y de elevación para quienes se postran ante él y se
dejan iluminar por sus enseñanzas. Sin embargo, según el mismo niño dijera
cuando fue adulto, él no vino para salvar solamente a los justos, sino también
a los pecadores, por lo tanto, aún quienes estuvieran en la caída pueden ser
elevados gracias al ferviente deseo de salvación que trajo inscripto en su
corazón y en su propio nombre.
Pensándolo en forma
individual, creo que todos los hombres llevamos dentro un poco del
comportamiento de los pastores, de los Magos y hasta del propio Herodes.
Vivimos cayéndonos y levantándonos, entre luces y sombras. Por momentos estamos
llenos de fe y humildad, como aquellos pastores que abrieron su corazón y
pudieron escuchar la voz y el canto de los ángeles, anunciándoles un gran
acontecimiento, para luego correr presurosos a Belén y develar el misterio del
anuncio. Otras veces, tenemos la grandeza y la sabiduría de los Magos, llegados
del Oriente siguiendo la luz de una gran estrella, cargados de esperanza, que
no sólo adoraron al niño y le ofrecieron regalos, sino que descubrieron los pensamientos
ocultos del rey Herodes. Sí, y otras veces, que pueden ser pocas o muchas según
nuestra falta de amor, nos atrapan los celos, la soberbia y la crueldad del rey
Herodes, siendo capaces del asesinato, el aniquilamiento y la destrucción. Lo
vemos a diario en el mundo entero y se hace más patente cuando se matan niños
inocentes.
En esta nueva Navidad,
en que la cristiandad rememora el nacimiento del niño Jesús, aunque por
momentos parecieran prevalecer las tinieblas, sea en el mundo, el país o en
nuestras propias vidas, podríamos revisar en la memoria y recordando al niño
que también habita en nuestros corazones, cerrar los ojos un instante y
dejarnos iluminar por esa luz que brilla eternamente, para poder decir como el
anciano Simeón: “mis ojos han visto la salvación”. Entonces, descubriremos que
Belén está muy cerca.