María, esposa del Espíritu
Santo, en medio del Cenáculo. Los apóstoles reunidos en torno a Ella, la madre
de Jesús.
Ya no eran discípulos, es
decir, seguidores de un Maestro, sino apóstoles, enviados a una misión: ir por
todo el mundo anunciando el Reino de Dios, propagando la Buena Noticia del
Salvador.
¿Pero cómo hacerlo? Ellos, que
salvo Juan, lo habían dejado solo en el Calvario y hasta lo habían negado como
Pedro o entregado, como Judas Iscariote, quien ya no estaba con ellos.
El Señor les dio una promesa.
Les enviaría al Paráclito, al Consolador. Y el Paráclito llegó, mientras
rezaban alrededor de María. Bajó resonando como fuego crepitante y encendió sus
corazones. Los hizo ponerse de pie, perder el miedo, salir afuera y hablarle a
la multitud.
Desde que el Señor ascendió a
los cielos, vivimos en el tiempo del Espíritu Santo. De niños nos enseñaban
poco o nada sobre Él. Era una de las tres personas que formaban la Santísima
Trinidad. Lo representaban como una paloma y nos daban una palmada el día de
nuestra Confirmacion para transmitirlo. Aún hoy se conoce poco de Él, aunque en
los últimos años hubo una renovación carismática que surgió en el seno de la
iglesia Católica. Se habla un poco más de sus siete dones (sabiduría, consejo,
fortaleza, inteligencia, ciencia, piedad y temor de Dios) y de sus carismas
(apostolado, profecía, lenguas, sanación, etc..)
En este tiempo especial de
desolación debido a la pandemia, que genera temores hasta en el seno de la
propia Iglesia, hay que pedirle al Espíritu Santo que nos consuele y nos de
fortaleza para seguir anunciando el Reino de Dios y la Salvación, por encima de
los débiles razonamientos del hombre.
El Espíritu Santo, como brisa
suave, como aliento, como agua, trueno o fuego, vendrá en nuestro auxilio, nos
dará sus dones y podremos con su luz iluminar a otros. Invoquémoslo de la mano
de María.