El Papa distinguió al padre Opeka por su labor social en uno de los países africanos más pobres.
Al ver unos niños que peleaban
por un trozo de cerdo para comer, el padre Pedro Opeka pensó: "Tengo
que hacer algo, esta gente no puede vivir así, Dios no lo quiere, son
los hombres los que lo permiten, sobre todo los políticos que no
cumplen lo que prometen". Así, a mediados de 1989, se juntó con gente
que vivía en casas de cartón junto al basurero municipal de
Antananarivo, capital de Madagascar, y les dijo: "Si están dispuestos a
trabajar, yo los voy a ayudar". De esta manera, marcó desde el comienzo
la filosofía de su obra, centrada en el trabajo y la educación para
que el pobre recupere su dignidad. E inauguró la Asociación Humanitaria
Akamasoa ("Los Buenos Amigos").
Pedro Pablo Opeka, de la Congregación de la Misión
de San Vicente de Paul, recibió de la fundación italiana San Mateo el
premio "Solidaridad y Desarrollo 2008" por su labor en Madagascar, en
presencia de Benedicto XVI, el miércoles pasado. Nació en San Martín, en
el Gran Buenos Aires el 29 de junio de 1948, de inmigrantes eslovenos.
Su infancia la repartió entre los estudios, su pasión futbolera y la
ayuda a su padre en la construcción. Estudió en el colegio de los
vicentinos de Lanús y Escobar y, a los 18, entró al seminario de San
Miguel. A los 20 dejó la Argentina y viajó a Europa donde estudió
filosofía y teología, con un paso de dos años por Madagascar como
voluntario. En 1975 fue ordenado en la Basílica de Luján y regresó a
Madagascar. Hace 32 años que vive en la isla africana castigada por la
pobreza, entregando su vida a los necesitados.
Pasó sus primeros 15 años a cargo de la Misión de
Vagaindrano, en el sur de la isla, donde se ocupó de la parroquia,
construyó escuelas, dispensarios y una iglesia. Allí contrajo
paludismo. En 1989, con su salud quebrantada, se hizo cargo del
seminario de la Congregación en Antananarivo. La crisis económica era
total y se encontró con gente viviendo en las calles y en los basurales
en condiciones infrahumanas. El gran secreto de Akamasoa fue canalizar
la ayuda externa recibida en obras concretas y verificables: viviendas,
escuelas, hospital, dispensarios y terrenos deportivos. Generando, a
la vez, fuentes de empleo.
"El asistencialismo, cuando se vuelve permanente
(salvo extrema necesidad) convierte en dependiente al sujeto de la
asistencia y Dios vino al mundo para hacernos libres, no esclavos",
decía Pedro en 2004, cuando lo entrevisté para el libro "Un viaje a la
Esperanza" (Ed. Lumen). En Akamasoa, todos deben trabajar para cambiar
la realidad. Hoy, a 19 años, los números hablan por sí solos: 17.000
personas tienen su propia casa en cinco pueblos de la Asociación; 8.000
chicos asisten a las escuelas y 3.000 personas trabajan en canteras,
fabricación de muebles y artesanías, y servicios comunitarios.
Asimismo, más de 250.000 personas han recibido ayuda temporal en su
Centro de Acogida.