Recibo un mail de Juan Herrán, invitándome a que
escriba para el nuevo número de la revista de los ex Alumnos (lo vengo
haciendo con mucho cariño y placer en los últimos años). Le respondo:
“¿de qué tema querés que escriba?” Me contesta: “sobre la mentira y la
verdad” y agrega, “en referencia a lo que estamos viviendo en
Argentina”. Aunque no es un tema sencillo y no soy filósofo, al final
decido tomar el desafío, sobre todo para ver qué cosa sale de mi
interior. ¡Vivimos entre tanta mentira! La propia y la de los demás. Sin
embargo, creo que todavía podemos encontrar la verdad. O si se quiere,
vivimos momentos donde predomina la mentira y otros en los que reina la
verdad. ¡Qué luz que hay cuando prevalece la verdad! ¡Pero cuánto nos
indigna la mentira, sobre todo cuando es ajena!.
En el plano nacional, el Kirchnerismo ha
inaugurado uno de los Gobiernos más falsos y mentirosos que pueda
recordar. Empezando por la mentira sobre los datos de la realidad
económica que informa el INDEC, pasando por las mentiras y visiones
parciales sobre los sucesos recientes de nuestra historia y terminando
con la mayor de sus mentiras que es la de decir que le preocupan los
pobres, que el modelo que llevan a cabo es de distribución de la riqueza
y que son progresistas. Y digo la mayor, porque es la que más me
indigna, ya que mientras esto dicen, el matrimonio presidencial se
enriquece por demás y tiene la osadía de mostrar bajo declaración jurada
un incremento patrimonial a todas luces incompatible con la realidad y
sólo justificable a través de valuaciones y ventas de bienes realizadas
a los amigos del poder, quienes por un lado pagan por demás lo que
aparentemente recuperan por el otro mediante la realización de obras
públicas.
Claro que esta mentira está inmersa dentro del
marco de grandes mentiras que asolan el mundo, sobre todo en un
Occidente que habla de que no está mal abortar los niños no queridos,
decidir cuándo terminar con la vida de uno, llamar matrimonio a la
pareja entre homosexuales o que estos adopten hijos, consumir legalmente
drogas nocivas, manipular genéticamente las células, o hasta llegar a
clonar al propio hombre. Esta ola de mentira es tan grande y tan fuerte
que, algunos Gobiernos y Partidos Políticos, en los llamados “países
desarrollados” o en los no tanto como el nuestro, las tienen como
principales banderas y plataformas de acción. Encima, sostienen que las
leyes que permiten su ejercicio implican el “progreso” de la humanidad,
aún más, que llegan para sincerar los actos del hombre, casi como si
dijeran que no son mentiras sino verdades, aunque vayan en contra de la
naturaleza humana y la conciencia natural del bien y del mal.
Cuenta el evangelio de Juan que cuando Jesús
estuvo frente a Pilatos, en el pretorio romano de Jerusalén, entre otras
cosas le dijo: “Para eso nací y para eso vine al mundo: para testificar
la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilatos
entonces le preguntó: “¿Qué es la verdad?”, y diciendo esto salió fuera
para hablarle nuevamente al pueblo. No se sabe si Cristo no le
respondió, o si Pilatos no le dio tiempo, porque abandonó la sala. Me
gusta pensar en la primera posibilidad, en la que Cristo le responde con
el silencio, dando lugar al libre albedrío del hombre para que éste
encuentre una respuesta. Así, cada uno busca la verdad en la vida y la
descubre, la tergiversa o niega su existencia.
El silencio como respuesta de Jesús a Pilatos,
no excluía lo que mucho antes había afirmado ante sus discípulos: “yo
soy el camino, la verdad y la vida”; ni tampoco el postrer consejo a los
suyos: “si ustedes permanecen en mi palabra, serán mis discípulos,
conocerán la verdad y la verdad los hará libres”. Es muy cierto que hay
una gran relación entre la verdad y la libertad. No se puede ser libre
viviendo en la mentira, porque la mentira nos encadena. Santa Teresa
decía que la humildad es “andar en verdad”. Pero no se puede andar en
verdad si la mentira nos tiene dominados. En realidad, la mentira va
mucho más lejos y nos impide avanzar o progresar, hundiéndonos en el
pozo del engaño que terminará volviéndose una tumba. Lo paradójico es
que, en el reino de la mentira que hemos descripto al comienzo, los
argumentos de la libertad, la igualdad y el progreso son los primeros
que se esgrimen.
¿Cómo una madre embarazada no va a poder decidir
si quiere o no dar a luz a un hijo? ¿Dónde está su libertad? ¿Cómo
alguien en estado delicado de salud no va a poder pedir a los médicos
que acaben con su vida? ¿Dónde está su libertad? ¿Cómo una pareja de
homosexuales no va a poder adoptar un niño? ¿Dónde está la igualdad?
¿Cómo no ayudar al perfeccionamiento de la raza humana mediante la
manipulación genética y la clonación? ¿Dónde está entonces el progreso?
Etc, etc, etc…Y al que pone algún reparo hay que llamarlo retrógrado,
autoritario, fascista o directamente calificarlo de: “católico”, palabra
que hoy en día se ha vuelto una descalificación, olvidando que quiere
decir: “universal”. Las excepciones no bastan. Hay que ir por todo.
Relativizarlo todo y luego hacer de la excepción una regla, de la regla
una costumbre, de la costumbre un hábito y en base al hábito establecer
una nueva ética y hasta una moral. Poco falta para que se escuche: “qué
inmoral, se opone al aborto” o “qué inmoral, todavía cree en la familia
estable, prolífera, heterosexual y nuclear”.
Como cristiano, pienso que la verdad revelada
por Dios al hombre está en Cristo y en su Palabra de vida; y que también
hay semillas de verdad en las otras religiones que buscan a Dios con un
corazón sincero. Esa verdad debería ser la luz que ilumine todas
nuestras acciones cívicas e individuales, para desterrar la inequidad y
la mentira. Sin embargo, vivimos en un mundo donde el relativismo se ha
encargado de poner en duda la “verdad revelada”. No sólo de ponerla en
duda, sino de negarla o ridiculizarla. Así, la civilización Occidental,
otrora conocida como judeo-cristiana, que partía de un concepto de la
“verdad absoluta” como iluminadora de las verdades menores o, si se
quiere, relativas, hoy no tiene más que retazos de la verdad. En una
palabra, el relativismo se ha encargado de fragmentar tanto la verdad,
que hoy, o tenemos miles de millones de verdades (tantas como habitantes
del planeta) o nos quedan únicamente las verdades científicas y
matemáticas.
Pero no debemos desesperar, la mentira junto con
la muerte entraron al mundo desde los orígenes, aunque nos parezca que
esta época es la peor de todas, porque la mentira se comunica con mayor
facilidad a través de los medios de comunicación masivos como Internet y
la televisión. Nuestra esperanza debe estar puesta en que la verdad a
la larga triunfará, “porque no hay mal que por bien no venga”. La luz se
impondrá a las tinieblas. Perder esa esperanza, sería derrumbar nuestra
fe y abandonar la caridad, para entregarnos a las cadenas de la
mentira, como nos plantea el Papa Benedicto XVI en su flamante encíclica
“Caritas in Veritate” (Caridad en la Verdad). Perder esa esperanza,
sería entregar la libertad más profunda que anida en nuestra esencia
humana, en manos de quienes intentan distorsionar la verdad en base a
aquella fórmula hitleriana: “Miente, miente, que algo quedará”.
En el caso de nuestro país, sólo nos resta aguardar pacientemente las
próximas elecciones y derrotar a la mentira con nuestro voto. Hasta
podríamos ir preparando un lema para la futura campaña: “La verdad nos
hará libres”.