Me llegó la convocatoria por
facebook, con el lema: “Así no se viaja más. Martes 28/02 a las 19 horas todos
al Obelisco”. La retransmití por el mismo medio. Un pariente lejano se rió
diciendo que no se iban a juntar más de 500 personas. Alguien le contestó: “Si
todos piensan como vos, estamos en el horno”. Yo le respondí: “voy a ir porque
es una cuestión de dignidad”. No soy de asistir a concentraciones porque sí,
pero, en este caso, confieso que fui porque estaba indignado. 51 muertos y más
de 700 heridos no es poca cosa. Además, lo que tuvieron que pasar los
familiares del pobre Lucas. Al final, su cuerpo estaba entre dos vagones. ¡Qué
barbaridad!
El día no era bueno para
convocatorias. Toda la mañana lloviznando, el cielo nublado, triste, casi con
la misma congoja que los familiares de las víctimas. Tomé el subte a las 18:40
en la estación “Facultad de Medicina”. Un subte en mal estado, como muchos de
la línea D que corre de Catedral a Congreso de Tucumán. La temperatura ha
subido dos grados en el mundo, pero ni los concesionarios del subterráneo, ni
los funcionarios del Gobierno parecen enterados. Seguimos viajando sin aire.
Basta pensar en el subte de Madrid, con temperaturas de más de 45 grados en la
ciudad durante el verano, que se morirían achicharrados si no tuvieran el
extraordinario aire acondicionado que tienen. Pero acá, en nuestra Buenos Aires
querida, a nadie le importa un cuerno. Nos siguen haciendo viajar, no ya como
ganado, sino como bestias que se apelmazan y se pegan unas a otras, bañadas por
el sudor, el mal humor y los olores naturales de la humanidad…Bajé finalmente
en la estación “Nueve de Julio”, subí por la escalera mecánica que a Dios
gracias estaba funcionando y voilá,
ya estaba frente al obelisco.
Tenía razón mi pariente lejano.
Eran las siete menos cinco y no llegaban a trescientas personas. Eso sí, había
tres camionetas de canales de TV, por lo que la cobertura periodística estaba
asegurada. Dudé si cruzar la avenida y sumarme a los convocados. Tenía miedo de
hacer el ridículo en una concentración que, en cuanto números, había fracasado
desde el principio. Pero la dignidad cívica me empujó a decir “vamos, andá, no
te conviertas en uno más de los indiferentes, de los que sólo se mueven cuando
les tocan el bolsillo, de los que tienen miedo de todo lo que implique comprometerse,
o de los cautivos del sistema que viven alienados por una obediencia debida por
la necesidad”.
Entonces crucé la avenida, casi
en el mismo momento que se acercaba un grupo de familiares de las víctimas de
Once, portando pequeños carteles con fotos y consignas. Crucé, casi en el mismo
momento que una guardia del Regimiento de Patricios, también lo hacía, porque a
las siete era hora de arriar la bandera de la plaza de la República. El número
había aumentado un poco, pero no pasaría de mil personas. Sin embargo, yo me
sentía feliz de haber dado ese paso. Un “humilde pasito de bebé” de protesta
cívica pacífica y democrática, sin molestar a nadie, sin cortar la calle, ni
romper vidrieras. En la plaza había un poco de todo, con preeminencia de
jóvenes, y no faltaban los militantes del Partido Obrero o la Izquierda
Socialista, repartiendo panfletos pidiendo la estatización de TBA, nada más
lejos de mi pensamiento político. Pero, no me molestó, porque mi corazón lo
tenía puesto en otro lado. En la camiseta con la foto de su padre que un joven
de veinte años tenía impresa en la remera, con la fecha fatídica del 20/02. Un
joven a quien abracé y le di mi humilde pésame. Mi corazón estaba puesto también
en las palabras de un padre que clamaba por Justicia ante las cámaras de
televisión, porque había perdido a su hijo en el accidente. Y mientras el
hombre lloraba, todo el resto aplaudíamos gritando: ¡Justicia! ¡Justicia!
A la media hora me fui, porque
tenía un compromiso. Me fui orgulloso de haber estado allí, pidiendo Justicia.
Me fui también pensando en los motivos por los que tan pocas personas habían
asistido. ¿Será que nos han robado el corazón a los argentinos o que ya no
creemos en la posibilidad de que haya Justicia en el país? Claro, razones
tenemos, cuando dos jueces federales se pelean por tener una causa en su
juzgado: uno para cajonearla y que se muera allí hasta que prescriba, y el
otro, quiera Dios, para encontrar la verdad.
“¡Es la Justicia, estúpido!”,
creo que sería la frase que Bill Clinton diría si tuviera que referirse a cómo
revertir uno de los males profundos de la Argentina. Porque aquí, desde hace
años que ningún funcionario público va preso, salvo algunas excepciones.
Bastarían los dedos de una mano para contarlos. Ojalá algún día un grupo de jueces
se despierte y rompiendo con el miedo y la falta de compromiso, comiencen un “mani pulite” como tuvo Italia o sigan
el ejemplo de Brasil, donde el presidente Collor de Melo tuvo que renunciar
debido a las investigaciones judiciales por corrupción. Entonces, cuando desde
la Justicia se busque realmente la verdad, esa verdad nos hará libres.