Todo el mundo
sufre, pero a nadie le gusta hablar del sufrimiento. Como si fuera una mala
palabra hablar del sufrimiento, del dolor y la muerte. En realidad, lo que
ocurre, a mi modesto entender, es que se ha dejado de lado la esperanza en la
sanación y la idea de la resurrección ligada a la vida eterna. Sufrimos, pero
no queremos aceptarlo y mucho menos, creer que luego de la muerte puede haber
una vida nueva donde: “no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque
todo lo de antes pasó”, como nos dice el libro del Apocalipsis (21,4). Hoy en
día, hasta se esconde el dolor, quizá, por un falso temor a ser esquivado,
rechazado, eludido y marginado. El sufriente se convierte así en un descartado,
como si ya no sirviera ni para sí mismo. Y cuando hablamos de sufrimiento y
dolor, no sólo nos referimos a enfermedades físicas, sino también a problemas
afectivos, psicológicos, espirituales, laborales, sociales, etc…
La pasión,
muerte y resurrección de Cristo siguen siendo un camino de enseñanza para el
mundo del dolor y el sufrimiento. Nadie lo desea, ni él mismo lo deseó, a tal
punto que dijo durante su oración en el Huerto de los Olivos: “Padre, si quieres,
aparta de mí este cáliz”. Sería casi ridículo querer sufrir, contradictorio y
hasta masoquista. Pero esto es así, visto desde el punto de vista de la
humanidad caída, herida por el pecado y la muerte. Cuando se considera el dolor
y el sufrimiento, desde un punto de vista espiritual y trascendente, éste puede
ser purificador, liberador y salvífico, como lo fue en el caso del hijo de
Dios. Aceptarlo y ofrecerlo, como él mismo agregó en su referida oración: “Pero
que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y la voluntad del Padre fue que
debía ser arrestado esa misma noche, entregado por el beso de Judas en medio de
la oscuridad, arrastrado hasta el palacio del Sumo Sacerdote, agredido, escupido,
insultado, abofeteado, negado por Pedro y más tarde conducido ante Pilatos. La
voluntad del Padre era que entregara su vida para la salvación de toda la
humanidad, incluso de aquellos que lo azotaron, le colocaron el manto rojo y una
corona de espinas y, finalmente, lo crucificaron.
El deseo de
dejar de sufrir, es el que lo lleva al Señor a exclamar desde la cruz: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es lógico. Todos los que sufrimos
por alguna causa, no queremos vivir el dolor y nos sentimos, generalmente, no
queridos, abandonados. Sin embargo, cuando el sufriente se entrega, llega la
paz interior, cierto alivio y sosiego. “En tus manos entrego mi espíritu”,
exclamó finalmente Jesucristo antes de exhalar el último suspiro en la cruz y
decir: “Todo se ha cumplido”. La catequesis de la cruz es muy simple: ante el
dolor y el sufrimiento, debemos entregarnos por completo en las manos de Dios.
Es una entrega absoluta, que puede llegar hasta “dar la vida”. Esa entrega nos
redime del dolor y el sufrimiento, nos sumerge en el interior de nuestra
existencia, hasta reconocer nuestra pequeñez humana y exclamar: soy una
creatura Señor, ya no deseo sufrir, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya.
La catequesis
de la cruz nos conduce indefectiblemente a la Pascua, al passover, al pasar sobre la muerte (como lo hizo en Egipto el ángel
del exterminio) y encontrarnos con el alba de domingo, con la piedra removida y
el sepulcro vacío, con las mortajas y el sudario doblados, con aquél llanto desconsolado
de María Magdalena y el asombro de Juan y de Pedro. “No lloren por el que está
vivo”. La catequesis de la cruz nos conduce a la resurrección y al Señor glorificado
apareciendo en el Cenáculo en medio de los discípulos, diciéndoles: “¡Shalom! ¡La paz esté con ustedes!”
Por esa
razón, si lo que nos toca vivir es “un tiempo para llorar” (como dice el
Eclesiastés), porque estamos sufriendo, no perdamos de vista que indefectiblemente
vendrá “un tiempo para reír”, un tiempo de gozo y alegría, de resurrección y
liberación, que debe alimentar siempre nuestra esperanza contra toda
desesperanza. La pasión, muerte y resurrección del Señor, son el mejor camino
de aprendizaje. Tratemos de vivirla con intensidad en estos días que nos
separan del domingo de Pascua.