El próximo domingo 27 de abril,
junto a Juan XXIII, será santificado en Roma, Karol Wojtyla, el Papa polaco que
adoptó el nombre de Juan Pablo II y estuvo casi 27 años al frente de la Iglesia
católica. Si bien el proceso cumplió con todas las formalidades del caso
(incluyendo los dos milagros exigidos), ya desde su muerte, el 2 de abril de
2005, el pueblo de Dios pidió que fuera canonizado, cuando en la plaza de San
Pedro, una multitud gritó: ¡Santo súbito!
(¡Santo ya!). ¿Cuál fue el motivo de ese pedido que brotó espontáneamente del
corazón de la gente?
Algunos datos sobre la niñez y
juventud de Karol Jósef (a quien sus padres llamaban Lolek), pueden servir de punto de partida para el análisis de una
respuesta. Nació en el pueblo de Wadowice (cerca de Cracovia) el 18 de mayo de
1920, donde convivía una gran comunidad judía con la católica. Hijo de Karol y
Emilia, quien pese a los consejos médicos evitó el aborto y decidió darlo a luz
(años antes había perdido una hija a poco de nacer, llamada Olga). Esto, si
bien es poco conocido, lo signaría para el resto de la vida. Tal vez por eso,
su madre estaba convencida que Karol llegaría a ser alguien importante. A los
nueve años murió Emilia, quien a partir del nacimiento del niño, había estado
siempre débil y enferma. Cuando Karol tenía 12 años, falleció repentinamente su
único hermano, Edmundo, quien le había trasmitido la afición por los deportes. Edmundo
era médico y murió por contagio de escarlatina en un hospital. En 1938, al
terminar el colegio, donde Karol sobresalió por su amor al teatro, la
recitación y la poesía, se fueron con su padre a vivir a Cracovia. Allí, en la
universidad Jagellónica, comenzó a estudiar literatura polaca y filología, pero
sus estudios se vieron pronto interrumpidos cuando los alemanes invadieron
Polonia (1939) y cerraron la facultad. Karol comenzó a trabajar en una cantera
de la fábrica Solvay para evitar ser
deportado, lo que le permitió tener contacto real con el mundo obrero (motivo
de su tercera encíclica, Laborem Exercens).
En febrero de 1941 muere su padre y Karol queda solo. A partir de entonces se
aferra más al grupo de teatro de la facultad y al místico Jan Tyranowski,
quien lo introdujo en la espiritualidad de San Juan de la Cruz y en “el rosario
vivo”. En 1942, decide dejar de lado su prometedora carrera como escritor y
actor de teatro, e ingresa en el seminario clandestino de Cracovia dirigido por
el famoso arzobispo, Adam Sapieha. En 1945 los rusos liberan Polonia, pero instalan
el sistema comunista con un gobierno dominado desde Moscú.
En 1946, Karol es ordenado
sacerdote y viaja a Roma para completar sus estudios filosóficos. Una cosa que
lo sorprendió antes de regresar a su patria, fue que al visitar San Giovanni
Rotondo, el futuro santo, Pío de Pietralcina, le dijo que llegaría a ser Papa.
Ya en Polonia comenzará su vertiginosa carrera eclesiástica, primero como
vicario, luego como párroco, hasta ser nombrado obispo auxiliar de Cracovia en
1958, con tan sólo 38 años de edad. Más tarde participa en el Concilio Vaticano
II, aportando sus ideas en dos de las Constituciones principales (Lumen Gentium y Gaudium et spes). En 1964 es nombrado obispo de Cracovia y en 1967,
el Papa Pablo VI, lo hizo cardenal, a los 47 años. En todo este tiempo luchó
pacíficamente contra el sistema comunista polaco, apostando siempre por la
dignidad de la persona humana y su libertad. Finalmente, el 15 de octubre de
1978 es elegido Sumo Pontífice en reemplazo de Juan Pablo I. Era la primera
vez, en casi 500 años, que no elegían un Papa italiano. Esto marcó un gran
cambio en la Iglesia católica. Inició su papado consagrándose a la Virgen, con
aquél lema del Totus Tuus (“Todo
tuyo”) y diciendo al mundo: “¡No tengan miedo!, ¡abran de par en par las
puertas a Cristo!”. Muy pronto se convirtió en el “Papa peregrino”, por sus
viajes alrededor del mundo entero (el segundo fue a su patria donde pidió que
descendiera el Espíritu Santo y renovara la faz de su tierra), y en un firme
defensor del movimiento “Solidaridad” encabezado por Lech Walesa en Polonia,
algo que no fue bien visto por las autoridades soviéticas.
El 13 de mayo de 1981, día de las
apariciones de la Virgen en Fátima, el turco Mehmed Alí Agca le disparó a
quemarropa en la plaza de San Pedro. El hecho reavivó los padecimientos de su
niñez y juventud y volvió a marcarlo a fuego, ya que las heridas de aquél
fallido atentado tendrían sus consecuencias físicas durante el resto de su
vida. Aunque nunca se clarificó del todo el hecho, la pista búlgara y la
intervención soviética, fueron casi demostradas. Juan Pablo II, se nutrió de
aquel dolor para salir con más fuerza al mundo y dar el ejemplo. Por un lado,
al ir a perdonar a la cárcel al autor del atentado, dando una muestra de misericordia
(motivo de su segunda encíclica, Dives in
Misericordia). Por el otro, al demostrar públicamente que seguiría con su firme
apoyo al movimiento “Solidaridad” en Polonia. Por último, yendo en
peregrinación a Fátima, para agradecer lo que para Karol había sido la
providencial intervención de María en el desvío de la bala asesina que pasó a
centímetros de su arteria aorta. Años después, el Vaticano daría a conocer el
llamado “tercer secreto de Fátima”, que tenía que ver con el atentado al Papa y
el aviso de la Virgen sobre que Rusia se convertiría. En 1989, cayó el muro de
Berlín y se derrumbó el comunismo soviético, dando fin a la llamada “guerra
fría” y comenzando un cambio de paradigmas a nivel mundial. El papel de Juan
Pablo II, en estos cambios fundamentales, no se puede ignorar y quizás, fue el motivo
de que, posteriormente, muchos hombres de izquierda, aún dentro de la Iglesia,
denostaran su figura.
Luego vendrá, quizá, la etapa más
difícil de su vida. La vejez cargada de enfermedades y de algunas críticas a su
gestión en el gobierno de la Iglesia, tildándolo de conservador. Sin embargo,
su fidelidad a Cristo fue superlativa en ese no querer “bajarse de la cruz”
pese al dolor y el sufrimiento físico que le ocasionaba el Parkinson, al no
renunciar a su cargo como muchos le pedían (hecho no común en la historia de la Iglesia y que
recién Benedicto XVI puso en clave de ofrenda de amor). Verlo en su última
aparición pública, en la plaza de San Pedro, asomado al balcón de la Biblioteca
papal, sentado en la silla de ruedas, tomándose la cabeza porque no podía
hablarle a la gente, con gestos de angustia y tristeza, fue la síntesis de una
vida de lucha y dolor, entregada por amor a Dios.
La figura de Juan Pablo II, “el
Grande”, quien escribió durante su papado 14 encíclicas y realizó más de cien
viajes por todo el mundo (entre ellos, dos a la Argentina), será recordada
especialmente por la gente de mi generación, unos pondrán valor en su grandeza
y otros en su sencillez. Yo, me quedo con el sentido que le dio al sufrimiento
del ser humano en clave de imitación de Cristo y de salvación.