Han pasado ya casi quince años
desde que junto al padre Bernardo
Olivera, en aquel momento Abad General de la Orden Cisterciense de la Estrecha
Observancia (más conocidos como “Trapenses”), escribimos sobre los siete monjes
que habían sido asesinados en Argelia el 21 de mayo de 1996. Lo recuerdo como
si fuera hoy. Finalizaba una de sus charlas
durante un encuentro del Movimiento de Espiritualidad “Soledad Mariana”
(fundado por él en Argentina). Nos había relatado lo acontecido en el
monasterio “Nuestra Señora de Atlas” y cómo tuvo que viajar a Argelia al
enterarse del anuncio de la muerte de los monjes, al llegar le confirmaron la
noticia y le hicieron saber que habían aparecido unos despojos, dos días más
tarde se enteró que se trataba sólo de las cabezas y que se ignoraba el destino
de los cuerpos; tuvo que participar luego en el reconocimiento de los restos,
misa de exequias y entierro en el cementerio del monasterio. Inmediatamente, le
sugerí que debíamos escribir sobre el
tema y darlo a conocer. ¿Por qué? Pues porque era importante que la gente
supiera de la existencia de mártires cristianos en el siglo XX. Ya no se
trataba de personajes casi imaginarios devorados por leones en el Circo romano,
sino de hombres de carne y hueso, asesinados por su fidelidad a Cristo, al
Evangelio, a su compromiso monástico y a una comunidad islámica con la cual
convivían y trabajaban en paz.
Dom Bernardo, por un instante,
dudó si podría interesarle el tema al público en general, pero al cabo de unas
semanas me escribió desde Roma proponiéndome escribir una crónica, basándonos
en los escritos de los monjes de aquel perdido monasterio en las colinas de los
montes Atlas, sobre todo, el “testamento” del padre Christián de Chergé y el
diario de Christophe. Hoy, cuando tomo conciencia de que la historia, no sólo
fue relatada en varios libros que se escribieron posteriormente en Europa, sino
que fue llevada al cine con un éxito inusitado en Francia, a través de la
película “De dioses y de hombres” (llegando a obtener el segundo premio en el
Festival de Cannes), me doy cuenta de que no nos equivocamos al darlo a
conocer.
Es que hoy en día, más que dar
cátedra, hay que dar testimonio, más que decir, hay que obrar, sobre todo en
temas ligados a la trascendencia espiritual. De lo contrario, nadie se
conmueve ni se mueve, porque vivimos en
un mundo secularizado y en extremo escéptico y racional, principalmente en
Occidente. De allí que el “testamento” de Christián de Chergé (prior del
monasterio) haya conmovido a tanta gente, puesto que tres años antes de su
muerte, en un pequeño escrito, prefiguraba su martirio mostrándose dispuesto a
“dar” la vida y a “perdonar” a su posible asesino del futuro. Y lo encabezaba
con una frase por demás profética:
“Cuando un A-Dios se vislumbra…”. Frase que mezclaba despedida con
encuentro, un ver el final que sería para el alma que espera, el principio. Me
ocurrió algo parecido al ver la película, conociendo el final, pero esperando
meditar el desarrollo desde el comienzo. Y no salí defraudado, porque ver este
testimonio llevado al cine, fue como una gota de agua fresca cayendo en el
desierto apagado de un mundo al que le cuesta nombrar a Dios, como una pizca de
sal sobre la masa insulsa del espectáculo acostumbrado. Se destaca, no sólo al
mostrar pinceladas de la vida sencilla
de los “trapenses” en la meditación, el silencio, el trabajo y la oración, sino
al bosquejar la forma de vivir en clave de comunidad monástica la toma de
decisiones tan trascendentales donde puede estar en juego hasta la propia vida.
Individualidad y comunidad que se
percibían en los escritos rescatados del monasterio por Dom Bernardo Olivera,
como era aquél “diario” del padre
Christophe Lebreton, que moriría a los 45 años. Christhophe, unos meses antes
del secuestro y martirio escribía: “Presencia de la muerte. Según la tradición,
ella es la asidua compañera del monje. Esta compañía ha tomado una intensidad
más concreta debido a las amenazas directas, a los asesinatos que han tenido
lugar muy cerca de nosotros y a ciertas visitas…La muerte violenta de uno de
nosotros o de todos a la vez, no sería más que una consecuencia de esta opción
de vida en seguimiento de Cristo…”. Y
días después, terminaría un poema diciendo: “Por favor, tómame”.
Muchos no comprendieron el por
qué de la decisión de los monjes de permanecer en el monasterio, pese a tener
el permiso y hasta la sugerencia de la Orden para salir de Argelia ante las
amenazas esgrimidas contra todos los extranjeros por los grupos integristas
islámicos (“Los que se queden, morirán”). Se trataba de estar dispuestos a “dar
la vida” por los amigos, que no sólo eran los miembros de la propia comunidad
monástica, sino las familias musulmanas de los alrededores, a quienes no
querían abandonar.
No todos estamos llamados a vivir
la gracia del “martirio rojo”, el de la sangre, pero, si “martirio” significa,
precisamente, “dar testimonio”, esta gracia está abierta para todos en la
posibilidad de vivir el “martirio blanco”, muriendo cada día a nuestras propias
debilidades y optando por el camino del amor.
Por último, recuerdo de aquella
crónica, haber colocado al comienzo del libro el escudo del monasterio, que
llevaba como figura una cruz sobre un monte y la frase a su alrededor, tomada
de Juliana de Norwich : “Tout Finira
bien, Alleluia” (Todo terminará bien, Aleluya). ¿Pero cómo podía haber
terminado bien, si siete de los monjes fueron degollados? La mejor respuesta
fue la frase evangélica utilizada por Juan Pablo II en una carta dirigida a los
Trapenses para expresar sus condolencias: “Si el grano de trigo caído en el
suelo no muere, permanece solo, pero si muere, produce fruto en abundancia…”.
El éxito de la película “De dioses y de hombres”, muestra sin duda parte de los
frutos obtenidos.