Juan Pablo II
murió el 2 de abril de 2005, en vísperas de la fiesta de la Misericordia. Durante
sus funerales, una multitud reunida en la plaza de San Pedro, lo despidió
gritando: “¡Santo, ya!”. El Papa emérito, Benedicto XVI, lo beatificó el 1 de
mayo de 2011 y el actual Papa Francisco, lo canonizó el 27 de abril de 2014
junto a Juan XXIII, durante la fiesta de la Misericordia. En el 2002, tuve la
suerte de viajar a Polonia durante la última visita que el difunto Papa y Santo
realizó a su tierra, y pude descubrir, entre muchas otras cosas, un rasgo
singular que marcó su espiritualidad: la devoción y confianza en la Divina
Misericordia.
“Dios es misericordioso y nosotros debemos
actuar de igual manera con nuestros semejantes”, repetía
Juan Pablo II aquella vez en Polonia. “Este
mensaje del amor misericordioso debe resonar con todo vigor nuevamente. El
mundo necesita este amor. Ha llegado la hora de llevar el mensaje de Cristo a
todos; a los dirigentes y a los oprimidos, a todos aquéllos cuya humanidad
parece perdida en el misterio de la iniquidad. El mensaje de la Divina
Misericordia es capaz de llenar los corazones de esperanza y pasar a
convertirse en el fundamento de la nueva civilización: la civilización del
amor”. Al escucharlo, recordaba que, después del atentado que sufriera el
13 de mayo de 1981, se acercó a la cárcel donde se encontraba el turco Mehmet Alí
Agca (su agresor) para perdonarlo. Ese acto, que llenó de asombro al mundo
entero, estaba totalmente ligado a la importancia que le daba a la Misericordia
y a la necesidad de abrazar la miseria del otro mediante el perdón. Ese fue el
camino de imitación de Cristo que nos propuso Juan Pablo II, más que con
palabras, con el propio obrar. Amar y perdonar. Siempre. Por encima de todo. A
raíz de aquél viaje publiqué en el año 2003 un libro titulado: “El Camino de la
Misericordia” (Lumen).
El
Papa Francisco, fue elegido por el Cónclave de cardenales, el 13 de marzo de
2013, después de la ejemplar renuncia de Benedicto XVI. Cuando fue consagrado
como obispo, Jorge Bergoglio, había elegido como lema episcopal la extraña
frase latina: “Miserando atque eligiendo”
(lo miró con misericordia y lo eligió). Refiriéndose a esa frase del venerable
san Beda, alguna vez dijo: “Lo
que más me impresiona de Jesús es su ternura, su misericordia. Siempre espera
para perdonar. Jesús no se cansa de perdonar. Nosotros nos cansamos de perdonar,
pero él nunca se cansa…por eso usé esa palabra en mi lema sacerdotal. Jesús es
alguien que te vino a salvar. Él te toca el corazón y te perdona”.
Ya como Papa, durante su primera misa ante el pueblo de Dios, el 17 de marzo de 2013, habló
de la Misericordia, diciendo: “El mensaje de Jesús es éste: La misericordia. Para mí, lo
digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia. Pero él
mismo lo ha dicho: ‘No he venido para los justos’; los justos se justifican por
sí solos. Y él ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos pecadores…No
es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo
incomprensible. Pero hay que hacerlo…Él se olvida, él tiene una capacidad de
olvidar, especial. Se olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: ‘Tampoco
yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más’ (Jn 8,11)”. Ese mismo día, durante el rezo del Ángelus, le decía a la
multitud reunida en la plaza de San Pedro: “Él jamás se cansa de
perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos
nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que
tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también
nosotros a ser misericordiosos con todos”.
A
esto, se suma ahora el llamado de Francisco, realizado el 13 de marzo de 2015, para
consagrar un Año Santo a la Misericordia, que dará comienzo el próximo 8 de
diciembre. Sus palabras, al anunciarlo, fueron las siguientes: “Queridos hermanos y hermanas, he pensado a menudo en cómo la
Iglesia puede poner más en evidencia su misión de ser testimonio de la
misericordia. Es un camino que se inicia con una conversión espiritual. Por
esto he decidido convocar un Jubileo extraordinario que coloque en el centro la
misericordia de Dios. Será un Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a
la luz de la palabra del Señor: ‘Seamos misericordiosos como el Padre’. Estoy
convencido de que toda la Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría de
redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos somos
llamados a dar consuelo a cada hombre y cada mujer de nuestro tiempo”.
Y el sábado 11 de abril, en una nueva víspera de la
Fiesta de la Divina Misericordia (que se celebra siempre, a pedido de Juan
Pablo II, el primer domingo después de la Pascua), Francisco dio a conocer la
Bula sobre la convocatoria a dicho Jubileo Extraordinario, en la que, entre
otras cosas trascendentes, decía: “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la
misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para
nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la
Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios
viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el
corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra
en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre,
porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de
nuestro pecado”.
Humildemente, pienso que hay una continuidad total
entre aquel llamado de Juan Pablo II durante su última visita a Polonia y este
de Francisco, invitando al Jubileo. Un llamado a vivir la Misericordia, siendo
misericordiosos con nuestro prójimo y con nosotros mismos.