Soy escritor. Me confieso
católico. Vengo de la Catedral, de la misa vespertina en la que algunos miles
celebramos la elección de Monseñor Jorge Mario Bergoglio como nuevo Pontífice.
Todo muy fresco. Lágrimas en los ojos. Los gritos durante la misa fueron: ¡Viva
el Papa! ¡Viva la Argentina! ¡Viva Francisco! (qué lindo nombre eligió).
Luego, largos aplausos y la emoción. No era para menos: es el primer Papa de la
historia nacido en el continente Americano, en Sudamérica, en la Argentina. Pensar
que ayer nomás un grupo de manifestantes impidió la celebración de una misa y
la jornada de oración por la elección del nuevo Papa que se celebraba en la
Catedral. Cinco horas estuvieron en el templo, sin que nadie hiciera mucho por
sacarlos. Pues desde ese mismo templo proviene Francisco, ex Arzobispo de
Buenos Aires, ahora Vicario de Cristo y Obispo de Roma. Una paradoja. Como si
el mal se hubiera querido meter en la Catedral para generar tensiones, quizá,
sabiendo lo que el Espíritu de Dios soplaría al día siguiente en el colegio
cardenalicio.
Fumata blanca. Habemus Papam. Cuando lo vi por
televisión no lo podía creer. Pero salió al balcón, esbozó una grata sonrisa
ante la multitud reunida en la plaza de San Pedro y tomé conciencia que se
trataba de él, de Monseñor Bergoglio, jesuita, de setenta y seis años, porteño,
nacido en el barrio de Flores, simpatizante de San Lorenzo. Un hombre de carne
y hueso, sencillo, que suele viajar en subte o colectivo por nuestra querida
ciudad. Criticado y resistido por muchos en nuestro país. Porque habla de
frente y dice cosas que algunos no quieren escuchar. “Nadie es profeta en su
tierra”, dijo el propio Jesucristo. Sus primeras palabras se refirieron a que
los cardenales habían ido a elegir a alguien del “fin del mundo” (es que la
Argentina está lejos de todo). Luego, solicitó una oración especial por el Papa
emérito, Benedicto XVI. Después, hizo un gesto de humildad, pidiendo la
bendición del pueblo de Dios antes de dar él la bendición.
Para mí, la elección de Francisco
es un “gran signo de esperanza” para la Argentina. Sencillamente, porque aquí
dentro era un signo de contradicción para muchos (al igual que lo fue Cristo en
su tiempo), pero, ahora, será una fuente de luz que ilumine nuestro camino
desde afuera. Es que desde lejos, los argentinos apreciamos más el valor de los
argentinos. Como si nos costara mucho la unidad, el estar cerca unos de otros,
sobre todo cuando sabemos que el otro es capaz, inteligente y piensa distinto.
Sí, es un gran signo de esperanza que demuestra los frutos que puede dar
nuestra tierra. Elegido entre cientos, para conducir una Iglesia de más de mil
millones. No es poca cosa. Debe ser motivo de alegría y esperanza. Espero que,
con humildad, el resto de los argentinos, sean creyentes o no, simpaticen con
él o no, al menos se sientan orgullosos de este hijo salido de la misma
entraña, a la que solemos llamar patria o Nación.