Es increíble que hablar en nuestro país de la
necesidad de una política inmigratoria genere reacciones calificando de
"xenófobo", "fascista" y hasta de "nazi" al que se atreva a tocar el
tema. Pero lo cierto es que todos los países del mundo tienen una
política al respecto, más o menos flexible, a fin de protegerse a sí
mismos contra distintos males como el narcotráfico, la trata de mujeres,
el esclavismo y la guerrilla, o de ejercer una autoridad responsable
para no agravar los problemas existentes en el país, como la pobreza, la
falta de salud, vivienda y educación públicas.
Por lo tanto, se impone, por un lado, establecer
algún control mínimo, como saber quién es el que desea residir en la
Argentina, cuáles son sus antecedentes, qué se propone realizar en el
país y con qué medios y, por el otro, definir si el país está en
condiciones de impartir educación y salud gratis a un mayor número de
personas y solucionar los problemas de vivienda y pobreza si quienes
deseen venir a residir son indigentes.
Nuestra patria se hizo con los inmigrantes, muchos de
ellos de países limítrofes. Pero el inmigrante siempre ha sido
agradecido con el país que le abrió las puertas. El inmigrante jamás
vino a exigir, sino que se adaptó a las "reglas de juego". A nadie se le
ocurriría ir a residir a cualquier país serio del mundo y tomar un
parque, exigiendo la entrega de viviendas. No se le ocurriría, en primer
lugar, por una cuestión de respeto; en segundo lugar, porque no querría
infringir la ley; en tercer lugar, porque las autoridades harían
cumplir la ley y lo desalojarían, y, por último, porque el sistema
político en su conjunto no avalaría tal comportamiento. Nada de esto se
cumple en la Argentina de hoy.