Estamos en tiempos electorales de
aquí a Octubre. Un tema clave a resolver para los posibles presidenciables, desde
el punto de vista no sólo económico-social, sino también ético y moral, es cómo
salimos de la pobreza que nos agobia. Porque pese a los guarismos ridículos que
anunció en el mes de junio en la FAO nuestra Presidenta (menos del 5% de
pobreza y 1,27% de indigencia), la realidad que vemos a diario es completamente
distinta. Basta con tomar como referencia las estadísticas que publicó en julio
el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, que
hablaban del 28,7 % de pobreza y el 6,4 % de indigencia, para tener verdadera dimensión
del problema que debemos enfrentar todos los argentinos. Y digo todos, porque a
mayores niveles de pobreza, decae la educación, crece la delincuencia y aumenta
la marginación, y esto, sí o sí, nos termina afectando a todos: hay más
inseguridad, menor capacidad de respuesta de los recursos humanos y a diario
los excluidos nos interpelan con crudeza por su falta de oportunidades.
Pero, ¿cómo salimos de la
pobreza, que, parece enquistada en América Latina en general, y hoy, con
especial virulencia, en Argentina? La fórmula es más vieja que la ruda, pero se
le pueden agregar otras hierbas. La pobreza se combate con progreso y
desarrollo económico que son los que generan empleo y traen la paz social. En la
recordada encíclica del Papa Pablo VI, Populorum Progressio (1967), se nos
hablaba de que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”. Y mucho no ha
cambiado desde entonces. Aunque, en aquel entonces, el comunismo
marxista-leninista planteaba la posibilidad de producir ese progreso y
desarrollo mediante la estatización de los medios de producción. Los resultados
de aquella propuesta estuvieron a la vista de todos y se derrumbaron con el
muro de Berlín en 1989. Hoy la economía de mercado o cuasi de mercado, rige en
casi todos los países del mundo, excepción hecha de Corea del Norte, Cuba
(aunque el viraje ya no se detiene) y Venezuela (que marcha a contrapelo del
mundo). China es el mejor ejemplo del cambio.
Ese progreso y desarrollo, capaz
de generar empleo, que es lo que dignifica al hombre, como bien decía Juan
Pablo II en su encíclica Laborem Exercens
(1981) no debe ser cualquiera, sino el que contribuya a la plenitud del ser
humano, mediante la justicia, como también decía el difunto Papa en su
encíclica Sollicitudo Rei Socialis (1988),
colocando al hombre como centro del mismo. Desde el punto de vista económico,
la teoría del progreso y el desarrollo de las organizaciones privadas, es bien
simple, basada en el ahorro, en la inversión, el aumento de la producción y el
consumo, bajo un marco regulado por la ley y el Estado. Nadie va a generar
empleo si no están dadas además ciertas condiciones de seguridad y estabilidad jurídica
para la inversión, la producción y el trabajo, que garanticen un sinnúmero de
herramientas necesarias para el crecimiento dentro de una economía donde las
cargas impositivas no sean exageradas.
Claro que están aquellos, aún
dentro de la misma Iglesia y olvidando el principio de subsidiariedad
consagrado por la Doctrina Social (desde 1932, con la encíclica Quadragesimo Anno), que piensan que,
solamente con una intervención fuerte del Estado en la economía, ya sea en
forma directa o sustrayendo la renta de la actividad privada para direccionarla
a través del Estado, se pueden generar, bien los empleos o los subsidios
necesarios para alcanzar el progreso y el desarrollo, sosteniendo que el
crecimiento económico privado “no derrama” en beneficios para el resto de la
comunidad, es decir, no aporta al bien común. Pareciera ser el caso de nuestro
querido país o de sus gobernantes actuales, donde la renta de la actividad
privada (aún del trabajador en relación de dependencia) es sustraída por el
Estado, en muchos casos para el enriquecimiento ilícito de los funcionarios
públicos y el “capitalismo de amigos”.
No puedo en este breve artículo
profundizar más sobre el tema, sino tan sólo iniciar con ello un pequeño debate
dirigido a quienes lo lean. Es cierto que el capitalismo en su fase
“consumista” está dejando muchos descartados y excluidos, pero para salir de la
pobreza no se trata de apelar a ideologismos poco prácticos condenando de plano
y totalmente al capitalismo o a la generación de riqueza (que vienen alimentando
poblaciones mundiales exponencialmente crecientes en el último siglo), sino
avivando nuevas formas de solidaridad (planteo que hacía también Juan Pablo II
en su Centesimmus Annus de 1991, en
conmemoración de los 100 años de la primera de las encíclicas sociales, la Rerum Novarum de León XIII). Solidaridad
que hoy se vislumbra en la existencia de cientos de organizaciones no
gubernamentales, en cooperativas de trabajo de todo tipo, en nuevas formas de
empleo generadas por la tecnología, etc... Solidaridad social que debiera
alimentarse más que en el concepto tradicional del “dar” y el “darse”, en el de
“compartir” y el “donarse”.
Nos corresponde a todos los
miembros de la Iglesia, clero y laicos, trabajar sobre nuevas propuestas para
el siglo XXI, tomando lo bueno del capitalismo y proyectándolo a una
profundización de la Doctrina Social, mientras no se descubre la mentada y
renombrada “tercera vía”, que brilla por no dar signos de irrupción, ni
siquiera, de experimentación efectiva.