Me han pedido que escriba algo sobre la esperanza, en
referencia a nuestro querido país. Siempre he relacionado la esperanza
con la “capacidad de esperar” algo que puede llegar a suceder en el
futuro y con la “confianza” de que puede ocurrir tal como lo esperamos.
La capacidad de espera, tiene una relación muy
estrecha con la paciencia, la fortaleza y la templaza. Podemos
visualizar un ejemplo bien sencillo cuando pensamos en los cuarenta y
cinco minutos que tuvimos que esperar en el consultorio de un médico,
pese a que habíamos pedido turno con semanas de anticipación. “Está un
poco demorado”, suele ser la respuesta de la recepcionista. Cuando nos
vemos frente a esta situación, puede ocurrir que nos armemos de
paciencia y con templanza y fortaleza dominemos nuestra ira, o que nos
enojemos pasando por diferentes grados de expresión del enojo, desde
decir “es una barbaridad” y amenazar con hacer una queja formal a la
empresa de medicina prepaga, o pensar, “ya me va a escuchar cuando me
atienda”, o, directamente, irnos dando un portazo. Pero, en todos los
casos, si el médico está en el consultorio, tenemos la “certeza”
racional y lógica de que a la larga nos va a atender y que nuestra
espera será de alguna manera recompensada. Pasando de este pequeño
ejemplo cotidiano, al absolutamente trascendente de la esperanza del
cristiano, la capacidad de espera estará dada por la de mantener la fe
en la “vida eterna” a lo largo de nuestra existencia, a tal punto de
“peregrinar” con la mirada puesta en el encuentro definitivo con el
Padre celestial, por encima de todas las dudas y contratiempos que se
nos vayan presentando y sin la “certeza” racional de que será posible
dicho encuentro. En este sentido podría decirse que se pierde la
esperanza cuando se debilita la fe y decae esa mirada trascendente de la
vida, cortando la relación vertical entre el hombre y Dios (que no es
otra cosa que el religare o la religión), para quedar suspendido
únicamente en la horizontalidad de la racionalidad donde las “certezas”
ligadas al misterio se desvanecen ante cualquier análisis y lógica
aplicada.
La ”capacidad de esperar” de una sociedad pasa un
poco por el término medio entre ese ejemplo sencillo de lo cotidiano y
el mucho más complejo de la espera espiritual. Creo que la Argentina
siempre nos tiene esperando como en el consultorio médico: algunos dan
el portazo y se van a otro país esperando tener una mejor calidad de
vida y otros nos quedamos, generalmente protestando, pero lo que es una
“certeza” es que el país nunca atiende nuestras necesidades en el
momento esperado. Por lo tanto, la paciencia la hemos adquirido a fuerza
de golpes pero, de algún modo, la tenemos. Nos hemos hecho fuertes en
este aspecto, aunque nos falte la templanza necesaria para sosegar la
ira y a veces estallamos de diferentes maneras (antes con golpes al
sistema democrático y últimamente con levantamientos populares y
piquetes de todo tipo). En este sentido, debiéramos aprender del más
pobre de la sociedad quien es “maestro de esperanza”, ya que siempre
tiene que esperar, bien sea haciendo la cola en la parada de un
colectivo, en un hospital, o en la larga fila de quienes responden a un
aviso clasificado en busca de empleo.
El segundo aspecto de la
esperanza es el de la confianza. Ya no basta con que esperemos a que el
médico nos atienda, sino que luego confiemos en su diagnóstico. En el
plano espiritual, no es suficiente con que esperemos el fin de nuestra
vida, sino que confiemos en la misericordia de Dios que con su infinito
amor podrá abrirnos las puertas a una vida nueva y eterna. Es decir,
confiar en que podremos alcanzar la salvación a pesar de nuestras
debilidades. En el plano social, tampoco es suficiente con que esperemos
un “buen tiempo por venir”, sino que tengamos confianza en ello. Y en
esto, pareciera que los argentinos flaqueamos un poco más que en el
plano de la paciencia adquirida a los golpes y la fortaleza lograda para
resistirlos. No siempre confiamos en el país y nuestra esperanza cojea.
Esperamos, pero no confiamos, por lo tanto si no tenemos confianza, no
tenemos fe y nuestra espera se vuelve un poco mágica. Así, solemos
decir: “a lo mejor, quien te dice, con fulano las cosas cambien”. Pero
lo decimos sin mucha convicción debido a la acumulación de fracasos
almacenados en nuestra memoria colectiva. Fracasamos cuando fuimos por
allí y también cuando vinimos por acá, por lo tanto, mejor es estar
prevenidos, “siempre listos” para sacar el dinero de los bancos, llenar
de comida la alacena o evitar salir a la calle. ¿Cómo trabajar la
confianza? Es un proceso madurativo, porque ya resulta muy difícil
abandonarnos confiadamente en los brazos de la política o de la
sociedad. Hemos perdido esa capacidad auténticamente juvenil de confiar
sin más, empujados por los sueños y utopías. Ahora necesitamos ir
consolidando la confianza dando “pasitos” como de bebé, hasta que
podamos volver a caminar.
San Pablo nos dice que “la
tribulación produce la paciencia; la paciencia la prueba, y la prueba la
esperanza”. Argentina, sin lugar a dudas, tiene una corta historia como
nación, pero llena de tribulaciones. Tribulaciones que si bien no han
llegado nunca al extremo de la desintegración nacional, han merodeado
sus umbrales (baste recordar las guerras internas que siguieron a la
revolución de Mayo y a la declaración de la Independencia hasta llegar
al período de consolidación nacional de mediados del siglo XIX; o las
continuas interrupciones de la democracia en la segunda mitad del siglo
XX; o la conmoción interior de la década del setenta). Estas
tribulaciones políticas, han tenido también su correlato económico,
pasando de períodos de bonanza a los de pobreza, con una continuidad
inusitada, a tal punto que muchos economistas hablan de un movimiento
pendular cada cinco años. Y los argentinos nos hemos acostumbrado a
sobrevivir a estas tribulaciones, por lo tanto si bien somos algo
impacientes en la vida cotidiana, pareciera que tenemos probada
paciencia respecto a nuestro país. “Hay que pasar el invierno”, dijo un
famoso ministro. Y los argentinos cada tanto nos tenemos que ajustar el
cinturón y logramos pasar el invierno, hasta que llega una breve época
de bonanza y salimos disparados a consumir, al “deme dos”. Ese “deme
dos” tiene una mezcla de vanagloria en el querer mostrar que “ahora sí
me va bien” y de temor por si vuelve el tiempo de las “vacas flacas”.
Pero como tenemos esa paciencia probada, somos genéticamente un pueblo
de esperanza. “Ya vendrán tiempos mejores”. “No hay mal que por bien no
venga”. Será entonces, cuestión de armarse de paciencia y con la
habitual fortaleza lograr la templanza necesaria para esperar
confiadamente a que las nuevas generaciones vayan mejorando poco a poco
el país y lo conviertan en una nación más republicana, más justa y
solidaria.
(*) El autor es Lic. Administración de Empresas y escritor. Su último libro publicado es “Diálogo con el Islam” (Lumen).