Recordar no es sólo traer a la
memoria algo del pasado, sino que también puede entenderse como un
regalo que nos da la vida, sobre todo cuando se trata de evocar buenos
momentos, porque para los malos basta con la heridas que han quedado
marcadas. Cuando Adrián Fernández Casares me pidió que le escribiera
algo para la revista de los Ex Alumnos y surgió el tema de los
recuerdos de los casi doce años de mi paso por el Champagnat,
inmediatamente me vino a la cabeza la vaga imagen del primer día de
clase. Pero, ¿sería posible intentar revivir algo de aquel lejano
momento?
En esa época
(hablo de 1959) yo no provenía del jardín de infantes ni del preescolar,
como sucede ahora, sino simplemente de mi casa, con bastante temor por
la novedad, empujado literalmente por mi hermano mayor que me arrastró
las dos cuadras y media que nos separaban del colegio, porque vivíamos
en la esquina de Montevideo y Juncal, junto a la famosa plaza Vicente
López.
Ese día,
peinadito a la gomina, saco gris perla con el escudo en su lugar, camisa
blanca, los cortos grises haciendo juego con el saco y las medias tres
cuartos, zapatos negros y corbata azul (que ya no recuerdo si mi madre
la había anudado esa mañana o era de aquellas que venían armadas con
elástico atrás), me preparé a partir.
A la hora
señalada, el debut se puso en marcha. Tomar la valija de cuero, gastada y
entintada por otros, con los cuadernos y la cartuchera nuevos que
bailaban dentro por el espacio vacío; recibir un beso en el palier con
la recomendación del “portáte bien”, dados los antecedentes que
cargaba encima; entrar al ascensor de rejas y bajar los tres pisos
sintiendo el extraño temor que se iba adueñando del cuerpo y me hacía
temblequear las piernas; cruzar la calle Juncal intentando aferrarme de
aquél buzón, colorado como el color que iba tomando mi cara a medida
que crecía la vergüenza; dejar atrás Arenales, desde la vereda opuesta
al quiosco del griego “Costa”, pasando frente a la librería de “Mary”,
con su mostrador repleto de juguetes que por años nos ocuparíamos de
voltear al volver a casa; atravesar la avenida Santa Fé, que todavía
era de dos manos y con garita al medio; pasar junto al barcito Capitol,
donde para mí se comían los mejores panchos del mundo; para,
finalmente, acomodarnos dentro de la marea de estudiantes que, ese día,
venía acompañada de dispares sensaciones frente a la novedad que se
avecinaba o el reencuentro.
Allá estaba la
gran entrada del colegio, enclavada entre Santa Fé y Marcelo T. de
Alvear (a la que siempre nombrábamos como Charcas), con ese extraño
frente de un estilo neoclásico, donde no faltaban las columnas y las
escaleras de mármol. Cuando me perfilé para subir por allí y tomarme
del pasamanos de madera lustrosa que conducía al primer piso, mi
hermano mayor dijo “no, por ahí no”, y me hizo entrar por una de las
puertas laterales, para llegar más rápido a la clase de aquél “primero
inferior” que llevaba la letra “B” como distintivo.
Teniendo tres
hermanos más arriba, conocía algo el interior del colegio, como el
famoso “patio andaluz”, o el otro patio que hoy no existe y corría
paralelo a la vieja huerta. Sin embargo, aquella mañana, todo me
parecía extraño y un poco tenebroso, hasta el hábito negro de los
maristas que por entonces yo creía que eran sacerdotes. Así fue como mi
hermano me puso en la puerta de la clase y me dio un empujón para que
entrara.
Recuerdo que había muchos padres dentro, porque
para algunos de mis futuros compañeros, la misma vergüenza que yo
tenía se había mezclado con el miedo a un abandono definitivo y
lloraban a mares en las faldas de mamá o se aferraban a los brazos
paternos impidiendo toda despedida.
El nombre del
hermano a cargo creo que era Rafael, pero lamentablemente no puedo
precisarlo. En cambio, hay apellidos de aquella mañana y también sus
nombres, rostros y maneras de hablar o comportarse, que recuerdo
perfectamente. Algunos con quienes todavía de vez en cuando nos
juntamos, otros con los que la vida y sus intrincados caminos y
distancias nos ha ido separando, y también aquellos que definitivamente
nunca más podré volver a ver en este mundo.
Pero bueno,
aquel entrar por primera vez a una clase del Champañá (como decía
nuestro viejo canto de tribunas durante los clásicos con el “La
Salle”), fue el comienzo de una grata aventura que todavía no podía
dimensionar al sentarme en uno de los bancos y saludar tímidamente al
vecino que estaba tan nervioso como yo.
Esas son las
imágenes que quedan y se mezclan con la de días, meses y años que se
fueron acumulando encima. Cuadernos de vacaciones. Plumas caligráficas.
El Viva Jesús, María y José, en los comienzos del día. Pizarrones
negros. Olor a tiza. Ruido a recreo que se avecina. Chascas guardando la
disciplina. Pequeños parlantes de metal por donde nos llegaban
mensajes o recomendaciones. Bancos con el agujero para el tintero y
aquel cajón abierto donde se metían los útiles. Partidos de fútbol.
Rodillas sucias. Pelotas de trapo saltando el muro. El sabor al
chocolate caliente los domingos. La capilla oscura que de pronto se
iluminaba en el subsuelo y daba paso a los cantos a María. Sí, a María,
la querida Virgen, legado profundo y eterno que, cuando la contemplo
en alguna imagen de la Inmaculada, siempre me trae a la memoria al
colegio Champagnat.