La figura de Juan Pablo II ha sido
inmensa y el tiempo irá revelando distintos aspectos de la vida y el
pensamiento de este santo. Quisiera en este sentido mencionar un rasgo
singular de su espiritualidad, refiriéndome a su devoción y confianza en
la Divina Misericordia, fiesta celebrada a pocas horas de su muerte lo
que, a mi modesto entender, no fue una casualidad.
Hace cinco
años, tuve la suerte de viajar a Polonia coincidiendo con la última
visita que el difunto Santo Padre realizó a su país. Quería escribir un
libro sobre esta devoción y los escritos de santa María Faustina
Kowalska y, paralelamente, aproveché para asistir a las misas
multitudinarias que celebró en Cracovia y sus alrededores, donde todas
las homilías estuvieron centradas en el gran misterio de la
Misericordia de Dios. El Santo Padre, no sólo había dedicado la segunda
encíclica de su pontificado a este tema (Divies in Misericordia)
meditando sobre la parábola del hijo pródigo, sino que él mismo había
bregado por la causa de la beatificación y posterior canonización de
Faustina (la llamada “vidente del Jesús Misericordioso”). Por esa
razón, durante aquellos días en los que seguí con fervor y asombro la
despedida que realizaba a su tierra (el pueblo le dispensó una muestra
de amor inconmensurable, a tal punto que para la segunda misa se
congregaron tres millones de personas), me pregunté el por qué de tal
devoción en el Papa.
Una primera
respuesta estaba ligada a su propia juventud, cuando comenzó a hablarse
en Polonia de Faustina y sus escritos (la santa muere en 1938), en los
que si bien se destacaban palabras proféticas sobre el futuro de dolor
que le aguardaba a la nación, una frase surgía como baluarte de
esperanza para afrontar lo que se avecinaba: “Jesús, en vos confío”.
Creo que, en este sentido, la vida de Juan Pablo II estuvo apoyada
sobre una confianza total en Jesucristo, además de la que profesó
públicamente en María con aquel “Totus Tuus”. Un segundo aspecto,
estaba vinculado a la proximidad física que tuvo con santa Faustina, ya
que el convento donde ella murió quedaba en el camino que Karol Wojtyla
recorría diariamente, durante la ocupación alemana, para ir a trabajar
a la planta de Solvay; por lo que transitarlo era encontrarse
diariamente con el recuerdo de aquel mensaje recibido por la santa:
“Proclama que la Misericordia es el mayor atributo de Dios”.
Al cabo de unos días, descubrí que en realidad,
dicha devoción estaba enraizada en el centro mismo de nuestra fe
cristiana y que su Santidad quería recordarnos constantemente que Dios
es fundamentalmente Amor; que por amor a todos nosotros entregó a su
propio Hijo en la cruz; que como mencionaba Faustina en su Diario, la
Misericordia estaba por encima de todo, incluso de la Justicia; y que
Cristo, con su pasión y muerte, había detenido la vara de la Justicia
para darle paso a la Misericordia que se expresaba claramente en el
perdón.
“Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”. Jesucristo, era la
Misericordia de Dios encarnada; el amor hecho don y regalo para el
hombre; el amor donado al entregar la vida por los otros. De allí, que
se le apareciera a la santa con aquellos dos rayos luminosos brotando de
su corazón, diciéndole: “En la cruz, la Fuente de mi Misericordia
fue abierta de par en par por la lanza para todas las almas, no he
excluido a ninguna”. Curiosamente, aquellos rayos de color rojo y
blanco, no sólo representaban la sangre y el agua salidas del costado
herido por la lanza sino que, a la vez, correspondían a los de la
bandera de Polonia.
“Dios es misericordioso y nosotros debemos
actuar de igual manera con nuestros semejantes”, nos repetía Juan Pablo
II aquella vez y su vocero, Joaquín Navarro Vals, recalcaba que ese
era el sentido pastoral del viaje más allá de las connotaciones
emotivas. Al escuchar al Papa, recordé que él mismo, luego del atentado
que sufriera el 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro, se acercó
a la cárcel romana donde se encontraba el turco Mehmet Alí Acgna (quien
le disparó a pocos metros de distancia) para perdonarlo. Ese acto, que
llenó de asombro al mundo entero, estaba totalmente ligado a la
importancia que Juan Pablo II le daba a la Misericordia y a la
necesidad de abrazar la miseria del otro mediante el perdón. Fue ese
recuerdo, el que me dio la respuesta final para entender el camino de
imitación de Cristo que nos proponía Juan Pablo II, más que con
palabras con el propio obrar.
Teniendo en
cuenta la necesidad de reconciliación, diálogo y perdón que existen en
tantos lugares del mundo y en la Argentina en particular, sería bueno
meditar sobre el testimonio de este Apóstol de la Misericordia, que
perdonó aún a quien intentó asesinarlo.
Termino
con este pensamiento expresado por Juan Pablo II en aquella
oportunidad: “Ha llegado la hora de llevar el mensaje de Cristo a todos;
a los dirigentes y a los oprimidos, a todos aquéllos cuya humanidad
parece perdida en el misterio de la iniquidad. El mensaje de la Divina
Misericordia es capaz de llenar los corazones de esperanza y pasar a
convertirse en el fundamento de la nueva civilización: la civilización
del amor”.