Hace ya más de dos mil años,
Jesucristo nacía en un pesebre cerca de Belén. Y digo cerca, porque
cuando José y María llegaron al pueblo, no encontraron lugar donde
hospedarse y tuvieron que recurrir a un establo de las colinas vecinas.
Dice el texto evangélico de San Lucas que “no había sitio para ellos en
la posada”. Esto podría interpretarse al menos de dos maneras. Una
literal, indicando que simplemente la o las posadas estaban llenas,
porque eran muchos los que habían llegado para cumplir con el edicto de
César Augusto que obligaba al empadronamiento en el lugar de origen y
José era oriundo de Belén. La segunda, más alegórica, que nos estaría
revelando que no había lugar para Dios en aquel tiempo y espacio, o, al
menos, para que éste se diera a conocer. Sin embargo, pese al fracaso
ocurrido en el pueblo, hubo quienes le abrieron las puertas del corazón
fuera de Belén. Me refiero, por un lado, a los humildes pastores que
recogiendo el anuncio del ángel marcharon al retablo para postrarse
ante el niño envuelto en pañales y, por el otro, a los conocidos Reyes
Magos que hacía ya tiempo habían partido desde sus hogares siguiendo
una estrella de esperanza que los conduciría hasta el pesebre para
adorarlo.
Hoy vivimos
más que nunca una alegoría parecida. No hay lugar para Dios en el mundo,
fundamentalmente en aquel espacio del mundo otrora representado por la
llamada civilización occidental y cristiana. En aras de no discriminar
a los que no creen o tienen otras creencias, se van retirando los
símbolos y vestigios del cristianismo y de su cultura de
constituciones, medios de comunicación, fiestas del calendario, centros
y planes educativos, etc... Si a esta tendencia se le agregan las
ideas en punga en el campo científico y social, respecto a la
clonación, la eutanasia, el aborto, etc... el proceso se vuelve más
radical todavía.
Existe una especie de forcejo, entre quienes
tratan de darle espacio a Dios y aquellos que intentan eliminarlo, casi
como trató de hacer Herodes enterado por los Magos del nacimiento de
Jesús. Su decisión fue mandar matar a todos los niños nacidos en Belén y
sus alrededores. Era preciso, para mantener su poder terrenal, no sólo
no darle lugar a Dios, sino acabar con él y con toda conciencia de su
posible existencia. El mundo postmoderno, quiere repetir aquel intento.
No basta ya con expresar como Nietzche que Dios ha muerto, sino que
pareciera necesario afirmar que el hombre ha reemplazado a Dios, y que
puede “crear” vida, alargarla o terminar con ella, a su antojo.
Entonces, si el hombre es Dios, ¿qué sentido tendría creer en un Dios
que se abajó para hacerse hombre?, ¿qué sentido tendría hablar de un
Emmanuel, o un Dios con nosotros, si nosotros mismos somos dioses?
Sin embargo,
así como en aquél tiempo pastores y Reyes Magos marcaron la excepción y
abrieron sus corazones para que Dios se diera a conocer, generando un
espacio de posibilidad y esperanza, hoy también podemos encontrar tanto
entre los humildes, como entre los sabios y científicos, a quienes
todavía se sienten creaturas y necesitan del Creador para trascender su
condición humana.
Quiera Dios que
en esta Navidad la estrella de Belén ilumine a la humanidad para que
vuelva a abrirle un espacio a Dios en su corazón y en los hogares, no
sea cosa que se cumpla aquella profecía de André Malraux, “El siglo XXI
será religioso o no será”.