Siempre que llega la Navidad, me pongo a escribir algo y me
agarra ese no sé qué de las nostalgias navideñas de la niñez y juventud, como
les pasa a otros. Recuerdos en la quinta de mis abuelos en el Tigre, la misa de
Nochebuena en la iglesia de la Inmaculada Concepción, la gran comida familiar
con pavo y gazpacho, los fuegos artificiales iluminando de colores la noche y
los regalos que, en aquél tiempo y lugar, los traía el “niñito Jesús” y los
dejaba junto al enorme pesebre que mi abuela había comprado en uno de sus
viajes por España y se instalaba dentro de la chimenea. Claro que después, para
muchos, llegó la costumbre de Santa Claus o Papá Noel, se comenzó a dejar los
regalos junto al arbolito y el tema fue si decirles o no a los chicos que “Papá
Noel” no existía y que eran los propios padres los que traían los regalos y no
el viejo de barba blanca montado en el trineo que empujaban unos renos.
En una palabra, la Navidad se fue “desacralizando”,
volviéndose tal vez más consumista y mundana, pero siempre queda el recuerdo
para algunos o la presencia para otros, de ese niño, envuelto en pañales,
acostado en un pesebre. Un niño que era rico y nació en un lugar muy pobre. Un
niño que cambiaría el curso de la historia y que a partir de su nacimiento, muchos
comenzarían a contar el “tiempo”. Un niño al que adorarían no sólo los
pastores, sino los reyes y los magos de Oriente. Un niño que sería buscado por
sus prematuros detractores herodianos, perseguido para ser asesinado y que
huiría a Egipto para retornar cuando las cosas se hubiesen calmado. Un niño que
crecería en sabiduría junto a su familia en Nazaret y que a los treinta años
saldría a predicar la Buena Noticia: porque la Salvación había llegado y tenían
que cambiar de vidas pues el Reino de Dios estaba cerca. Un niño que llamaría a
sus primeros discípulos y que haría milagros de distinta naturaleza, como
devolver la vista a los ciegos, hacer hablar a los mudos o resucitar a los
muertos, pero que, además, detendría tempestades, multiplicaría panes,
expulsaría demonios y perdonaría los pecados. Un niño que, al final de su corta
vida pública, sería tomado prisionero por los poderosos, a quienes interpelaba
con su palabra y con sus actos, sería mal juzgado, abofeteado, injuriado,
escupido, latigado, coronado con espinas y terminaría crucificado.
Es decir que aquel niño, envuelto en pañales, a quien
admirábamos en el pesebre que armaban los abuelos dentro de la chimenea, era el
mismo que después veíamos colgando de un madero en las iglesias o en el colegio.
Ese niño que sonreía levantando una mano durante la Navidad, sería crucificado
y de su costado abierto por la lanza, brotarían sangre y agua. ¡Qué historia
más cruel era si concluíamos que la Navidad era el presagio de la Pasión!
¿Sería por eso que lo fueron corriendo y trajeron el arbolito y al anciano que reía,
cargaba su bolsa y repartía regalos? Claro que no, porque faltaba algo para
concluir la historia. Eso era lo que marcaba la estrella que siempre estaba por
encima del pesebre y que ahora se ponía en lo alto del arbolito. Ese niño
muerto, había resucitado. La luz que marcó el firmamento en Belén, era la misma
luz que despedían las mortajas vacías en el sepulcro de Jerusalén. La luz que
vieron los pastores y cantaron las legiones de ángeles en la noche de Belén
celebrando la paz, era la misma que vio María Magdalena junto a la tumba del
huerto y la que vieron los discípulos en el Cenáculo cuando el niño-hombre, el
niño-Dios, se apareció resucitado para decirles: “La paz esté con ustedes”.
Que en esta Navidad, recibamos como regalo, esa paz luminosa
y cósmica nacida del firmamento, cuando las tinieblas dieron paso a la luz, y
renovada con la resurrección de la vida que rompió las cadenas de la debilidad
humana y de la muerte. Que en esta Navidad, más allá de todos los conflictos
personales, familiares y sociales, busquemos la unidad inspirados en ese niño
envuelto en pañales que levantaba su mano señalando la estrella.