La
beatificación del papa Juan Pablo II, mañana, en Roma, coincidirá
con las celebraciones del Día Internacional del Trabajo y de San José
Obrero, además de la fiesta de la Divina Misericordia.
Recuerdo
que vi a Juan Pablo II, por primera vez, a través de la televisión,
cuando ésta recién comenzaba a emitir imágenes en colores en la
Argentina. Corría el año 1978 y me había enterado, primero, del deceso
de Pablo VI y, posteriormente, de la repentina muerte de Juan Pablo I,
su sucesor, quien sólo permaneció 33 días en el cargo.
El 16 de
octubre de 1978, el nuevo cónclave de cardenales, luego de la octava
votación, tomó la decisión por 99 votos a favor, sobre un total de 111.
Una gruesa columna de humo blanco se elevó sobre la cúpula de la
basílica de San Pedro. “Habemus papam”, fueron las palabras de rigor.
Así,
Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, de 58 años de edad, apodado
Lolek por sus familiares y amigos, fue elegido como sucesor de Pedro.
Un polaco, luego de 455 años de pontífices italianos (desde 1523).
Era
claro, por las circunstancias que rodearon su elección, que traía un
signo especial para la Iglesia y el mundo. Pero, en aquel momento,
nadie sabía cuál sería.
Lo recuerdo asomándose por primera vez a
la histórica plaza de San Pedro, saludando a los fieles desde el balcón
de la “sala de bendiciones” de la basílica, mientras las palomas se
alejaban hacia la cima del monte Gianícolo. El Santo Padre estaba allí,
vestido de blanco, cubierto por la casulla roja, con su porte atlético
y jovial. De inmediato, comenzó a llamar mi atención, no sólo por su
mirada profunda y aquella sonrisa abarcadora, sino por sus primeras
palabras y gestos de humildad.
“¡No tengan miedo de recibir a
Cristo!” “¡No tengan miedo! ¡Ábranle las puertas a Cristo! Cristo sabe
lo que hay dentro del hombre. Sólo él lo sabe”, decía durante la
homilía del 22 de octubre, al asumir oficialmente el cargo y adoptar el
nombre de Juan Pablo II (en honor a su predecesor y a los dos
pontífices que impulsaron el Concilio Vaticano II), y consagrándose a
la Virgen con aquel “totus tuus” (Todo tuyo). Me preguntaba: ¿Quién es
para hacer tal llamado e invitación?
Un hombre de María. Lo
primero que quedaba claro es que se trataba de un papa eminentemente
mariano. Es una tradición que los papas escojan un lema que los
acompañe; el de Juan Pablo II fue repetirle a la Virgen: “¡Soy todo
tuyo, María!”, como ya lo había hecho al ser ordenado obispo de
Cracovia.
Su devoción nació en su Polonia natal, en el santuario
de Jasna Gora, hacia la Virgen de Chestokova, pero iría creciendo con
la visita a distintos santuarios marianos del mundo, principalmente al
de Nuestra Señora de Fátima, patrona de Portugal y protectora especial
del Santo Padre.
Los medios de comunicación hablaban del “Papa
del Este” que, cuando llegaba a un país, se arrodillaba y besaba la
tierra, según dicen imitando al santo cura de Ars (aunque, seguramente,
tendría en cuenta aquellas palabras de la Virgen en Lourdes a
Bernardita: “Besarás la tierra por la conversión de los pecadores”).
Basta
analizar algunos momentos de sus primeros dos años de pontificado para
tomar conciencia de la energía, vitalidad y diversidad que imprimió a
su actividad. Durante el primer año, envió al cardenal Antonio Samoré
para mediar en el conflicto entre Chile y la Argentina (mediación que
logró la paz entre ambos países); publicó su primera encíclica,
Redemptoris Hominis (Redentor del Hombre); reunió el Colegio
Cardenalicio
para su primera asamblea en 400 años; pidió la libertad religiosa en
todas partes y para todos; emprendió dos viajes a América; estuvo en su
querida Polonia (donde, pese al recelo de los comunistas, sentó las
bases anímicas para el despertar del movimiento de Solidaridad) y,
finalmente, visitó Turquía (pese a que días antes Mehmet Alí Agca había
amenazado con asesinarlo).
Ese dinamismo del “Papa peregrino”
continuaría durante 1980 y principios de 1981 con la prédica en favor de
la libertad religiosa; sus viajes a seis países de África, Francia,
Brasil, Alemania, Pakistán, Filipinas y Japón.
Párrafo aparte
merece la encíclica Dives in Misericordia, en la que el papa hacía un
largo análisis sobre la parábola del hijo pródigo, el amor del Padre y
su misericordia infinita y la relación entre Justicia y misericordia,
anteponiendo esta última sobre la primera, por considerarla más poderosa
y profunda.
El atentado contra su vida. Sin embargo, ese
dinamismo vital se vería puesto a prueba en forma radical y sorpresiva
por el atentado que puso en riesgo su vida. Con los años, muchas cosas
han trascendido respecto de ese ataque.
En primer lugar, la
llamada “pista búlgara”, según la cual a pedido del KGB soviético, y
por intermedio del servicio secreto de Alemania del Este (Stasi), los
búlgaros habrían contratado a Mehmet Alí Agca para asesinar al papa. Era
un hecho concreto que Juan Pablo II les molestaba y que los sucesos de
Polonia (alentados por el Santo Padre) aceleraron la caía del
comunismo soviético.
En segundo lugar, el mismo papa confiesa en
el libro mencionado que fue “como si alguien hubiera guiado y desviado
esa bala”. El papa siempre atribuyó la ayuda a la Virgen de Fátima.
En
tercer lugar, en 2000, cuando el Vaticano dio a conocer el texto del
tercer secreto de Fátima, que permanecía oculto al público, tanto el
Santo Padre como sor Lucía (la única sobreviviente de los tres
pastorcitos) y el actual papa, Benedicto XVI, llegaron a la conclusión
de que aquel “obispo vestido de blanco” de la visión, al que se le
disparaba subiendo una colina, no era otro que Juan Pablo II.
Apóstol de la misericordia.
Pero, sin duda, lo que cerraría este círculo de misterio providencial
fue lo ocurrido dos años después, cuando el papa visitó a Alí Agca en
la cárcel para llevarle el perdón que ya le había expresado
públicamente cuatro días después del atentado y convertir a los sucesos
en torno del atentado contra su vida en una verdadera catequesis de la
misericordia. Eso ocurrió el 27 de diciembre de 1983.
Hubo al
menos 15 atentados fallidos contra su vida durante su pontificado. El
papa, aunque estaba constantemente bajo riesgo, en 1982 decía: “Mi
seguridad está garantizada por Dios”.
La caída del comunismo.
Como el papa Wojtyla intuía desde hacía años (porque creía en la
fuerza de la fe de los pueblos, a diferencia de lo que pensaban otros
en el Vaticano), el comunismo comenzó a trastabillar, primero en el
Este de Europa y luego en Rusia. Y el papa tuvo mucho que ver en ello.
Con
paciencia, sin aconsejar nunca el camino de la violencia sino el de la
resistencia pacífica, pero sin renunciamientos en materia de defensa
de los derechos humanos, el papa vio cómo el movimiento Solidaridad,
iniciado en su querida Polonia, contagiaba sus ansias de libertad al
resto de las naciones que vivían sojuzgadas bajo la órbita soviética.
Y, pese a que Mijail Gorbachov (quien visitó dos veces al papa en Roma)
intentó detener los acontecimientos con su propuesta de perestroika,
finalmente cayó el Muro de Berlín, Rusia volvió a la fe, de acuerdo al
anuncio de Fátima y, en Polonia, el amigo del papa, Lech Walesa, fue
elegido presidente.
Su muerte. La muerte de Juan Pablo II
se produjo el sábado 2 de abril de 2005, a las 21.37 hora de Roma, en
su habitación del Vaticano. Por la mañana, dijo sus últimas palabras.
“Déjenme ir a la casa del Padre”. A las 20, ya en estado de coma,
recibió la “unción de los enfermos” durante la misa celebrada por su
secretario junto al lecho de muerte.
Quiso el Señor que aquel
sábado fuera el de las vísperas de la fiesta de la Divina Misericordia y
es sabido por los creyentes que, cuando se celebra una misa en
vísperas de una fiesta o día de precepto, ya se está dentro de aquélla.
Por lo tanto, Dios quiso que Juan Pablo II, el “apóstol de la
Misericordia” que había dado testimonio del amor de Dios, se despidiera
de este mundo durante la mencionada fiesta. Un regalo del cielo, no
sólo providencial sino significativo, por lo antes dicho.
La
multitud de fieles congregados en la plaza de San Pedro y en la Vía de
la Conciliación gritaba al unísono: “¡Santo, ya!”. Mientras, en la
Argentina, yo me llenaba de tristeza porque se iba de manera definitiva
el hombre al que tanto había admirado.
Las palabras del cardenal
Ratzinger (hoy Benedicto XVI) durante la homilía de la misa del
funeral me llenaron de consuelo. “Ahora está frente a la ventana de la
casa del Señor. Nos ve y nos bendice”, dijo, interrumpido por los
aplausos y visiblemente emocionado al recordar a su compañero y amigo.
Después,
cuando el cuerpo de Juan Pablo II, cargado por 12 porteadores,
abandonó en procesión el atrio del templo hacia el interior de la
basílica (en cuya cripta fue enterrado bajo una sencilla lápida de
mármol, respondiendo a sus deseos testamentarios) y las campanas de San
Pedro repicaron nuevamente alentando a los fieles a volver a corear
aquello de “santo, santo, santo ya”, sentí una profunda alegría,
pensando en que ya estaría contemplando cara a cara el rostro y el amor
de Dios.
Wojtyla en Argentina
Pude ver a Karol Wojtyla en vivo y en directo en 1982, pocos meses después del atentado perpetrado por Alí Agca.
Primero
fue en el santuario mariano de la Virgen, en Luján. Las circunstancias
que movieron su repentina visita a nuestro país eran dramáticas.
Argentina estaba en guerra con el Reino Unido desde la recuperación de
las islas Malvinas, el 2 de abril de 1982. El papa, que tenía una visita
pastoral largamente preparada a Gran Bretaña, en un acto de amor y
delicadeza hacia nuestro país, decidió también visitarnos. En una carta
fechada el 25 de mayo, dirigida a nuestro pueblo, decía: “Mi viaje a la
capital argentina es un viaje de amor, de esperanza y de buena
voluntad, de un padre que va al encuentro de los hijos que sufren”.
El
11 de junio, más de un millón de personas se reunieron frente al
santuario. Yo estaba allí. No sé por qué, pero esa tarde de invierno
algo especial ocurrió. Se mezclaron motivos varios. En primer lugar, la
situación de la guerra. El desenlace estaba cerca. Los ingleses habían
comenzado el desembarco en las islas y acosaban Puerto Argentino (la
rendición sería el 14 de junio).
En segundo lugar, estaban las
palabras del papa en su homilía, presentándonos a la madre de Dios con
aquella cita del Evangelio de Juan: “Y tú, Madre, escucha a tus hijos e
hijas de la Nación Argentina, que acogen como dirigidas a ellos las
palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu
Madre!”.
Por último, estaba la propia experiencia de María que
viví por la mediación del Santo Padre. Cuando la tarde se hacía noche,
vimos salir a Su Santidad portando la pequeña imagen de la Virgen para
depositarla sobre el altar que se había levantado a las puertas de la
basílica.
Entonces fue cuando Juan Pablo II repitió aquello del
“totus tuus” (todo tuyo) y muchos comenzamos a llorar. Al día
siguiente, domingo y fiesta de Corpus Christi, una multitud acompañó a
Juan Pablo II durante la misa que se celebró en el centro de la ciudad
de Buenos Aires, junto al Monumento de los Españoles. Al término de la
homilía, se dirigió a los jóvenes diciendo: “... Hagan con sus manos
unidas una cadena de unión más fuerte que las cadenas de la guerra”.
En
1987, regresó a la Argentina. Lo hizo en una visita pastoral que
incluyó a Uruguay, Chile y varias ciudades del interior de nuestro
país.
De aquella visita, recuerdo la gran concentración del 12 de
abril en la avenida 9 de Julio, de Buenos Aires, para celebrar el
Domingo de Ramos y, a la vez, el cierre de la Jornada Mundial de la
Juventud. El canto de la multitud era ensordecedor: “¡Juan Pablo /
Segundo / te quiere todo el mundo!”. Estábamos allí agitando banderas
del Vaticano y de la Argentina. Durante la Jornada, el papa volvió a
recalcar a los jóvenes que ellos eran la “esperanza de la Iglesia” y
los instó a contribuir en la construcción de “la civilización de la
vida y la verdad, de la libertad y la justicia, del amor, de la
reconciliación y la paz”.