El 2 de febrero fue un
día cargado de celebraciones. Día de la presentación del niño Jesús en el
Templo y de la Purificación de María después del parto; día de la Candelaria y de
la celebración de la Jornada para “la vida consagrada” de los religiosos
(instaurada por san Juan Pablo II en 1997).
Según la Ley mosaica
(Levítico 12), la mujer que daba a luz a un varón, estaba impura durante siete
días y debía purificarse treinta y tres días después del parto. A los ocho
días, el niño tenía que ser circuncidado y cumplidos los días de la
purificación de la mujer, si era el primogénito (el mayor), debía ser
consagrado al Señor en el Templo. De allí que José, con María y el niño Jesús,
fueran a cumplir con el rito y lo que mandaba la Ley. Y una vez en el Templo, se
encontraron con dos personajes que pasarían a la historia del cristianismo, de
la Iglesia y de nuestra fe. El anciano Simeón y la profetiza Ana.
Repasemos lo que nos
dice el evangelio de san Lucas (Lc 2, 25-36): “Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de
Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes
de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y
cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las
prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
‘Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has
prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de
todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu
pueblo Israel’.
Su padre
y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de
bendecirlos, dijo a María, la madre: ‘Este niño será causa de caída y de
elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción y a ti misma una
espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los
pensamientos íntimos de muchos’.
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de
la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había
vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda y tenía
ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día
con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar
gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén".
Tanto
Simeón como Ana, ven en el niño al Salvador. Simeón, además, profetiza que
Jesús será signo de contradicción y que una espada atravesaría el corazón de
María (seguramente, en el Calvario). Según la tradición de la Iglesia, a raíz
de esta Presentación, se celebra la fiesta de la Candelaria o de las Luces, ya
que Cristo, la luz del mundo que fue presentado por María en el Templo, vino a
iluminarnos como las velas o candelas. Claro que a
fines del siglo XIV surge la devoción a la Virgen de la Candelaria en las islas
Canarias y de allí pasa a nuestra América, por lo cual a veces se confunden los
motivos.
Hay mucha gente que
piensa que la Iglesia católica en Occidente hoy se está muriendo en medio de la
pandemia. Primero, porque las restricciones indebidas al culto la afectaron.
Segundo, porque en un mundo cada vez más secularizado tiene menos peso su voz.
Tercero, porque la humanidad pareciera alejarse cada vez más de Dios y de lo
religioso. Y cada uno podrá agregar más motivos.
Sin embargo, el 2 de
febrero, asistimos con mi mujer a la profesión temporal de dos frailes de la Orden
de los “Siervos de María” (OSM), en la iglesia conventual Nuestra Señora de
Fátima, en la homónima pequeña localidad de la provincia de Buenos Aires y grande
fue nuestro gozo por un triple motivo: dos frailes hicieron su profesión
religiosa y ampliaron su compromiso con el Señor (Jesús María Sangama, peruano,
y Reycar María Castro, venezolano); estuvieron acompañados en la celebración no
sólo por el prior del convento y sus hermanos frailes sino por más de una
decena de monjas de la floreciente Sociedad San Juan, todas ellas muy jóvenes; y
el celebrante bendijo las velas que con mi mujer llevamos para celebrar la
Candelaria encendiendo la luz de Cristo en nuestro hogar.
Salí de la capilla
renovado en el Espíritu, pensando que la Iglesia no estaba muerta, sino que
vive de acuerdo a los signos de los tiempos. El Papa emérito Benedicto XVI,
siendo un joven teólogo en su libro “Fe y Futuro” publicado en 1973 por la
editorial Sígueme, profetizaba entre otras cosas: “De la iglesia de hoy saldrá
también esta vez una iglesia que ha perdido mucho. Se hará pequeña, deberá
empezar completamente de nuevo. No podrá ya llenar muchos de los edificios
construidos en la coyuntura más propicia. Al disminuir el número de sus
adeptos, perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se habrá de
presentar a sí misma, de forma mucho más acentuada que hasta ahora, como
comunidad voluntaria, a la que sólo se llega por una decisión libre. Como
comunidad pequeña, habrá de necesitar de modo mucho más acentuado la iniciativa
de sus miembros particulares…Pero en todos estos cambios que se pueden
conjeturar, la iglesia habrá de encontrar de nuevo y con toda decisión lo que
es esencial suyo, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios
trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la asistencia del
Espíritu que perdura hasta el fin de los tiempos. Volverá a encontrar su
auténtico núcleo en la fe y en la plegaria y volverá a experimentar los
sacramentos como culto divino, no como problema de estructuración litúrgica…Se
puede predecir que todo esto necesitará tiempo. El proceso habrá de ser largo y
penoso. Hasta llegar a la renovación como ocurrió en el siglo XIX, también fue
muy largo el camino desde los falsos progresismos en vísperas de la revolución
francesa…Pero tras la prueba de estos desgarramientos brotará una gran fuerza
de una iglesia interiorizada y simplificada. Porque los hombres de un mundo
total y plenamente planificado serán indeciblemente solitarios. Cuando Dios
haya desaparecido completamente para ellos, experimentarán su total y horrible
pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo
completamente nuevo. Como una esperanza que les sale al paso, como una
respuesta que siempre han buscado en lo oculto. Así que me parece seguro que
para la iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha
comenzado. Hay que contar con graves sacudidas. Pero también estoy
completamente seguro de que permanecerá hasta el final: no la iglesia del culto
político, que ya ha fracasado, sino la iglesia de la fe. Ya no será nunca más
el poder dominante en la sociedad en la medida en que lo ha sido hasta hace
poco. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que
les da vida y esperanza más allá de la muerte”.
Parte de estas
profecías del entonces Joseph Ratzinger han circulado últimamente por las redes
con un marco pesimista, por esa razón comparto esta experiencia, porque al
salir de la capilla, comencé a sentir el renacimiento de la Iglesia desde la
pequeñez de un niño que vino a iluminar al mundo y romper las tinieblas.
¡Gloria a Dios!