El término “navidad”,
nos remite indefectiblemente a Belén de Judea, más allá de los arbolitos y sus
luces de colores. En Belén Efrata (que significa: “la casa del pan”), en la
misma ciudad que nació el rey David, un niño vino al mundo, hace más de dos mil
años. Un niño que, siendo hijo de Dios, nació como un pobre y moriría luego en
la cruz. ¿Qué hizo que los pastores y los magos fueran a adorar a este pequeño
cuya vida sería tan controvertida? Ambos lo hicieron al recibir un signo
celestial. Los pastores, porque se les apareció un ángel y les dijo: “Hoy, en
la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y
esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en
pañales y acostado en un pesebre”. Los
magos, porque descubrieron una señal en el cielo que siguieron hasta Jerusalén,
donde le preguntaron a Herodes: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de
nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo”. En una palabra, el signo de Dios, los movió a
ir en busca de Dios.
Tal vez, en
nuestra vida corriente, no es fácil recibir signos tan claros y evidentes de
Dios: la visita de un ángel, seguido por un ejército celestial que nos cante:
“Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres, que ama el
Señor”; ni que semejante estrella nos preceda hasta detenerse en el lugar donde
está Dios, como les pasó a los magos; sin embargo, a estos hechos históricos
descriptos por Lucas y Mateo, que la tradición de la Iglesia y la ciencia han
puesto en evidencia a lo largo de los tiempos, deberíamos considerarlos como un
signo de Dios, en el aquí y ahora, para cada uno de nosotros, que nos motive a
salir a buscarlo y poder exclamar como el profeta Miqueas: “Él será grande hasta los confines de
la tierra. ¡Y Él mismo será la paz!”. Y si no nos basta con esto, miremos a
cualquier niño pequeño, recién nacido y comprobemos si no nos pacifica
contemplarlo o cargarlo en brazos.
Es que, entre otras cosas, por lo que uno observa en nuestra
sociedad y el mundo, necesitamos todos un poco más de paz. Paz exterior e
interior. Se dice normalmente que no podemos tener paz en el mundo, sino existe
paz en nuestros corazones. ¿Cómo encontrar esa paz? Una fórmula pareciera ser la
que nos propone la “casa del pan”. Esto es, ponernos en camino, llegar al pesebre
y adorar al niño. Luego, hacernos como niños y compartir el pan. ¿Qué se
necesita para ello? Una dosis de humildad y de fe. Humildad, para sentirnos
pequeños frente al Creador, para sentirnos creaturas y aceptar que hay algo más
grande y poderoso por encima de nosotros. Esto parece fácil, pero no lo es en
los tiempos que se viven, donde el hombre y su “yo” pretenden estar por encima
de todo y no se acepta la condición de ser creado por alguien Superior. Fe,
para creer, justamente, que se puede encontrar algo “fuera del yo”, fuera de un
mismo, en el misterio del otro, donde se incluye por excelencia el Misterio de
Dios. Dice Mateo que cuando los magos vieron la estrella “se llenaron de
alegría”, y Lucas apunta que cuando los pastores llegaron frente al niño y
contaron lo que les había sucedido: “todos los que los escuchaban quedaron
admirados de lo que les decían” (deducimos entonces, que muchos más, fueron a
la “casa del pan” a compartir el momento). Alegría y admiración, previa a la
adoración, parecen ser el resultado de esta movilización del corazón hecha con
fe y humildad.
Quiera Dios
que en “esta nueva navidad”, como dice una vieja canción de la iglesia, nuestro
corazón renazca, abriéndonos a la posibilidad de tener paz en nuestro interior,
en la familia, con los amigos, en el mundo del trabajo y en toda la sociedad.
La propuesta sería que seamos más humildes y que tengamos fe, como la tienen
los niños, para poder exclamar junto a ese otro gran profeta que fue Isaías:
“…porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa
sobre sus hombros y se le da por nombre: Consejero maravilloso. Dios fuerte.
Padre para siempre. Príncipe de la paz”.